Rodrigo Diaz Perez - Ingavi y otros cuentos.


Rodrigo Diaz-Perez - Ingavi y otros cuentos




     Prólogo

          No es impertinente comenzar esta sucinta reflexión sobre Ingavi y
     otros cuentos de Rodrigo Díaz-Pérez, que hoy publica la Editorial Araverá,
     con la aserción de su variedad, tanto temática como espacial. Residente en
     los Estados Unidos (Ann Harbor, Michigan) desde hace treinta y un años,
     histopatólogo señalado además de poeta, lingüista y narrador, Díaz-Pérez
     es igualmente pasajero incansable de intemperies y ciudades, y examinador
     diligente del profuso trajín humano. Entendedor del diverso mundo, en fin,
     Díaz-Pérez registra en sus narraciones circunstancias disímiles con la
     agudeza de opción propia del instruido en el oficio, a la cual debe
     agregarse esa suerte de sentido clínico, benévolo y riguroso al mismo
     tiempo, tan naturalmente ejercido por pocos médicos notables. Empero, tal
     visión cambiante no se detiene en los ámbitos de la acción o el
     tratamiento de los personajes: dueño seguro de sus procedimientos
     semánticos, Díaz-Pérez conforma su discurso a las peculiaridades
     coloquiales y la descripción matizada que cada narración exige por su
     cuenta; por ende, la secuencia planetaria de estos relatos está investida
     de la realidad física y verbal que corresponde, según el caso, merced a la
     cual acompañamos sin asombro, pero con horror o deleite o envidia secreta,
     al muchacho de Kansas, miembro de la Brigada Lincoln, en su paseo
     alucinado a través de la tarde madrileña percudida por las bombas
     fascistas; o al burlado mirón de catalejo en la [8] ambigua calma de la
     campaña francesa, o a la guardia y la fuga ulterior del prisionero
     solitario, desde el campo de concentración sublunar en los fondos del
     Chaco, acuciado por gruñidos cósmicos y los desmanes de su propio pulso.
          Hasta aquí, quien se haya animado a recorrer este preámbulo sin
     conocer aún los cuentos de Díaz-Pérez, podría concluir que su autor
     practica una cómoda universalidad, que no sería sino la demostración de un
     cosmopolitismo demasiado evidente para ser auténtico. Es lo contrario: las
     raíces paraguayas siguen ejecutando sus oscuros trabajos en la savia, en
     la voz, en la angustia floral, en el fervor de Rodrigo Díaz-Pérez. La
     Villa Aurelia de su infancia, los pasillos astrosos y las sufridas salas
     del Hospital de Clínicas, las urgencias y combates de su juventud gravean
     desde entonces sobre su destino, comprometiendo sin reservas su intención
     y su palabra. Como en los otros escritores nacionales trasterrados, la
     nostalgia recupera en Rodrigo Díaz-Pérez su diáfana etimología: dolor del
     regreso; así lo certifica la mayoría de los once cuentos que integran el
     volumen, en los que reverbera, más allá de los referentes textuales, el
     signo de sangre y sueño de la escritura en el exilio: la pasión defendida
     y a la vez violada por la ausencia.
          Son escasamente útiles los prólogos que demoran la lectura del libro
     presentado; no deseo que el mío arrastre esa equivocación. Sin embargo, me
     permito recomendar, por puro gusto personal, dos o tres de los relatos que
     componen la colección: Miiii Buenos Aaaires Queridooo..., sobrio texto
     abierto en el cual [9] nos asomamos a un vértigo de odio y terror, casi
     sin precedentes en nuestra América; Alcándara Revisited, crónica veraz y
     fabulada de una cosa que, como la de quien esto escribe, no tiene sino el
     mérito de su puerta franca a la felicidad y la imaginación de los amigos,
     e Ingavi, parábola de la violencia cazada por la soledad, donde el castigo
     sin culpa se apaga ante la fraternidad de los desamparados.
          He escuchado a Augusto Roa Bastos repetir que la narrativa de un país
     no existe sólo porque concurran a ella uno o dos escritores, por más
     dotados que sean. Con Rubén Bareiro Saguier, Helio Vera, Osvaldo González
     Real, y hoy con Rodrigo Díaz-Pérez, cuyos cuentos salen por primera vez a
     la luz en su patria, estimo que la reciente literatura de ficción del
     Paraguay está ganando el contorno que merece nuestra libertad creadora en
     el destierro, interior o exterior.
     Carlos Villagra Marsal        
          La Alcándara, diciembre de 1985 [10] [11]



     Nota liminar
          De los once relatos que aparecen en este libro, seis de ellos son
     inéditos, en tanto que cinco aparecieron en ediciones sin difusión
     comercial; por ende, estos últimos no fueron leídos sino por error o mera
     curiosidad. Y uno de ellos, Promesa formal, vio la luz en Discurso
     Literario, de la Oklahoma State University. Decidimos entonces integrar
     este volumen, para darle una dimensión temporal, con cuentos aparecidos o
     no, que incluyen dos decenios de nuestro mundo de creación. Y si diis
     placet, esta vez la luz del trópico nos dará su aliento y vida, por
     intermedio del resplandor que denota el nombre mismo de la Editorial
     Araverá.
     Rodrigo Díaz-Pérez    
          Ann Arbor, Michigan, setiembre de 1985. [12] [13]



Ingavi   



     A Justo Pastor Benítez (h.)        
 
          Serían las dos de la mañana cuando Chocho Benítez salió de su pieza
     para respirar aire puro. Hacía un calor asfixiante en el ranchito. Después
     de descansar o adormilarse por unas horas, salía habitualmente a dar una
     caminata alrededor del fortín. Conocía de memoria el mapa de la zona. Mil
     veces había planeado la fuga, con lujo de detalles. Nadie lo atajaba. Era
     un prisionero al que no odiaban. Por otra parte, todos creían que la selva
     le tendería su abrazo constrictor en caso de que escapara. Podía estarse
     todo el día en su cubil, que no preguntarían por él. «Decidite de una
     vez», se decía a sí mismo. Hacia el norte, a menos de cincuenta
     kilómetros, estaba Ravelo, ya en territorio boliviano. Era, sencillamente,
     cuestión de tomar el camino hasta Tacaparé, cruzar el estero de Palmar de
     las Islas, y listo. «Ojalá que el estero no esté anegado, ya que, de otra
     manera, voy a tener dificultades». Otra alternativa factible era dirigirse
     hacia el suroeste, hasta Gabino Mendoza. Estaba seguro de que los poblados
     bolivianos le ofrecerían albergue. Lo único que lo inquietaba era que
     nunca se supo una sola palabra de los tres soldados que desertaron del
     fortín. Simplemente se los tragó el silencio y el olvido.
          Siguió caminando hasta llegar a la orilla del río, que parecía salido
     de madre. En otras ocasiones, sin embargo, se secaba, dejando un lecho de
     tierra caliza que se rompía en parcelas. El rielar de la luna dibujaba una
     hermosa superposición [14] de imágenes en el agua. Se sacó los zapatones y
     se mojó los pies. De improviso oyó un crujido de hojas secas y se levantó
     con premura. Era el teniente Ramírez quien, cordialmente, se acercó y le
     dijo:
          -¿Qué tal, Benítez?
          -¡Hola! Veo que usted también anda con insomnio.
          El teniente sacó de la chaqueta un paquete de cigarrillos y se lo
     tendió a Chocho. Poco después, la frente de ambos se iluminaba con el
     resplandor de un fósforo.
          -En verdad, Benítez, comprendo su irritación. Yo no sé de qué lo
     culpan. Usted extraña a su familia... echa de menos sus estudios. -Se
     había establecido entre ellos una animada charla. Pero hablaban en voz
     baja, como si temieran ser escuchados.
          -Le voy a contar, teniente, cómo sucedieron las cosas. Y le aseguro
     que no exagero. Yo estaba en el bar «La Bolsa» con un grupo de compañeros
     cuando, de repente nomás, paró un camión y bajaron varios soldados armados
     y un tipo gordito vestido de civil. Me tomaron del brazo con violencia, y
     no paré hasta Ingavi. Ni siquiera recuerdo de qué hablaba con mis amigos.
     -El teniente lo escuchaba con calma, sin hacer un solo gesto. Pero parecía
     sentirse incómodo. Por su parte, después de una nerviosa bocanada, Benítez
     prosiguió diciendo-: Si al menos supiese a qué se debe esta pesadilla.
     Pero... ¿Por qué? -dijo sus últimas palabras casi gritando.
          El teniente no replicó. Él también se sentía frustrado. Llevaba ya
     dos años en Ingavi. La [15] única comunicación del fortín con el mundo
     civilizado era el camión que, cada quince días, traía cartas, encomiendas
     y provisiones desde Mariscal Estigarribia. En Ingavi la vida consistía en
     hacer siempre las mismas cosas, en la conciencia casi permanente de irse
     muriendo poco a poco. La luna se había ocultado y Ramírez concluyó la
     charla diciendo:
          -Mire, Benítez: le escribiré al comandante Francisco Feito, que es un
     hombre justo y sensato. Quizá lo pueda ayudar-. Sin saber por qué, a
     Benítez le produjo vergüenza lo que acababa de plantear el teniente.
     Flotando, tenaz en la calígine, el polvo chaqueño le irritaba la piel, le
     penetraba en los poros. Y los enormes paratodos adquirían una dimensión
     fantasmal. De pronto sintió la desolación de Ingavi. Hubo también un
     momento en que creyó escuchar una voz remota... como un eco musical. Sin
     proponérselo, levantó la mirada hacia el cielo.
          Cuando la luna apareció de nuevo, iluminando todo el perímetro del
     fortín, reinaba una calma absoluta. La comandancia era una casita de media
     agua, pintada de blanco y con sólo dos piezas: una, la «recepción» donde
     el teniente Ramírez tenía su escritorio; la otra, el dormitorio con un
     catre y una mesita despellejada, después de tantos años de servir de
     soporte a la lámpara de kerosén. Las dependencias de la tropa constituían
     un largo, hacinado grupo de ranchos de techo de paja y pared de adobe,
     donde se alojaban los treinta y siete soldados del fortín.
          A la mañana siguiente, un soldadito entró en la comandancia a dar su
     parte: [16]
          -Mi teniente, anoche vinieron los moros y robaron cantidad de
     provisiones. Rompieron además la transmisora y el acumulador. Hoy no
     pudimos hablar con Mariscal Estigarribia.
          Por culpa de los indios moros y los jaguares, no habrá jamás completa
     tranquilidad en Ingavi. En medio del cósmico silencio de la noche
     chaqueña, se oían a veces rugidos escalofriantes o rumores furtivos. Y el
     terror, acrecentado por la soledad y la distancia, les ponía a los
     soldados los pelos de punta.
          El teniente tomó la noticia con calma y ordenó a la tropa un
     patrullaje que cubriera un perímetro de cinco leguas; había dibujado un
     plano sobre la tierra, con rapidez y habilidad:
          -Aquí está el río Timane. Un pelotón va a ir hasta la costa, cruzando
     por Puerto Warnes. Otro se dirigirá hacia Laguna y registrará las orillas.
     Un grupo menor, a las proximidades de Tacaparé. Yo, por mi parte, guardaré
     el camino a Gabino Mendoza. En el fortín se quedarán Benítez y siete
     soldados.
          De noche volvieron los grupos, sin haber dado con los moros. El
     teniente fue a verlo a Benítez. Lo encontró en el patio de la comandancia,
     cerca del pozo, tomando tereré.
          -Llevo ya tres meses en el Chaco -dijo Benítez, malhumorado-. En su
     última carta, mi señora me cuenta que mis compañeros se acaban de recibir
     de médicos. No puede ser que se hayan olvidado de mí...
          -Lo siento de verdad, Benítez. Pero usted comprende que no tengo nada
     que ver con su situación. Espero que mañana tengamos un día más tranquilo.
     [17]
          Aunque eran las seis de la mañana, el sol picaba ya como si fuese
     mediodía. El teniente había ordenado a los soldados que se reunieran; con
     voz clara les dijo:
          -Estamos sin radio y hasta la próxima semana no viene el camión. Lo
     mejor que podemos hacer es tratar de arreglar la trasmisora. Traigan el
     acumulador del camión; total no lo usamos y no hay nafta suficiente,
     siquiera para llegar a la frontera.
          Pocos minutos después, había desarmado la radio pieza por pieza. Y
     con un primitivo soldador, calentado al rojo con el fuego de la cocina,
     fue uniendo los cables de la transmisora. Benítez lo observaba con
     curiosidad. El teniente Ramírez era sin duda inteligente, el hombre
     adecuado para estar al frente de un sitio como Ingavi. Seguía trabajando
     afanosamente cuando, de súbito, se detuvo y le dijo:
          -Siento un intenso dolor en el vientre. -Lo llevaron inmediatamente a
     la comandancia y, lo acostaron en el catre de trama de su dormitorio.
     Benítez le sacó la camisa y le aflojó el cinturón. Lentamente le fue
     apretando la región del estómago, los intestinos, el hígado, el resto del
     abdomen. Había un dolor bien circunscrito en la parte inferior del
     vientre, hacia la derecha. Luego, con el oído, le auscultó los pulmones y
     el corazón. Después le tomó el pulso varias veces. El teniente sudaba
     copiosamente.
          -Es apendicitis aguda, teniente Ramírez. Hay que operar ahora mismo.
          -En mi escritorio hay un botiquín de emergencia. Desde Asunción me
     dijeron que tiene de [18] todo, incluso instrumentos de cirugía. Por
     favor, verifíquelo usted mismo.
          Recalde puso en una palangana desportillada todos los instrumentos
     que encontró y los hizo hervir. En el botiquín había hallado incluso una
     jeringa y anestesia local. Comenzó a operar. Mientras abría la piel, le
     caían de la frente gruesos goterones de sudor. Diestramente enjugaba la
     sangre con unas gasas improvisadas y ligaba los vasitos con los hilos de
     un carretel. Un soldado gua'i le sostenía los separadores. Cuando llegó al
     sitio que buscaba, vio que el apéndice estaba negro: era gangrena
     apendicular.
          Pocos días después, el teniente Ramírez caminaba sin dificultad.
          Eran solamente las dos de la mañana, pero ya llevaba caminadas como
     dos leguas. No se volvería atrás. En un momento dado, decidió que podía
     descansar un rato y se sentó sobre un tronco. De repente, sintió que se le
     congelaba la sangre: una sombra furtiva se iba aproximando.
          -Benítez... no tema... soy yo. -Era Ramírez, quien poco después le
     estrechaba vigorosamente la mano.
          -¿Cómo supo que me había escapado?
          -Bueno, cuando usted me comentó la última carta de su señora, me di
     cuenta que había llegado el momento. Le traje una brújula, carne
     conservada y dos caramañolas de agua.
          -Espero que no lo culpen por esto, teniente.
          -Buena suerte, Benítez -se limitó a decir Ramírez.
          -Muchas gracias -contestó aquel con voz extrangulada.
          Cada uno fue avanzando despacio en dirección [19] opuesta. Ya lejos,
     Chocho Benítez se detuvo para volver la vista: sólo pudo vislumbrar el
     monte oscuro. Y recomenzó su larga caminata.
     1964 [20] [21]        



     Alcándara revisited


          Soy el primero en reconocer que Evelyn Waugh no hubiera hecho
     cuestión al conocer un nuevo retorno. Cuando, en 1945, escribió la
     deliciosa y romántica novela Brideshead Revisited, indudablemente abrió
     avenidas para otros numerosos ingresos, aunque nadie hasta ahora, como yo,
     le haya robado una parte del título. Y quiero explicarme: en 1983 se
     produjo la serialización televisiva de Brideshead Revisited y yo pensé, en
     un instante que se grabó en mis sueños, que William Patterson (a quien
     Josefina Pla menciona en Los Británicos en el Paraguay) alguna vez, quizá,
     volvería a nuestro país. Y no tuvo que hacerlo, pues en realidad él vivía
     en el predio elegido por Carlos Villagra Marsal y Óscar Gustavo (Cacho)
     Oddone. Y se adueñó del ñandypá legendario para dar fama a su larga
     tradición encantada. Pido, pues, mis excusas a Mr. Waugh y a Mr.
     Patterson, por incursionar en territorios que no me corresponden.
     Cualquier explicación ulterior puede hacerla Carlos Villagra Marsal, quien
     hoy día comparte con Mr. Patterson un dudoso título de propiedad.
     R.D.-P. [22]        


                                                                             
                                                    Y el aire ciñó el espacio
               
           con plenitud de palacio
           y fue ya imposible el grito.
                               Jorge Guillén

          La verdad es que Carlos abandonó Santiago por razones obvias, que
     hubieran empujado a hacer lo mismo a cualquier ser civilizado y sensitivo:
     la brutal represión de Pinochet y su policía-gestapo, conocida como Dina,
     que en pocos días había eliminado a varios amigos suyos muy queridos,
     independientes y alejados de la política, por la sencilla y única razón,
     al parecer, de que querían saber lo que estaba sucediendo en el Estadio
     Nacional.
          Renunció a su posición de alto empleado internacional y decidió
     volver a La Asunción, su villa natal. Y en forma casi inmediata comenzó a
     buscar, con Ana María, un lugar ideal para edificar la casa de sus sueños.
     Tenía los planos, obra de un alumno avanzado de Frank Lloyd Wright. Se
     devanaba los sesos por hallar un predio donde el simplismo estructural
     impresionista pudiese ser totalmente aprovechado. Hacía falta un declive.
     Visitó la Chacarita, de topografía ideal. Pero -sin ser un burgués- le
     alarmó el vecindario tan abigarrado y disonante en su diversidad. En La
     Asunción no existía ningún concepto de zona (como lo hubiese exigido
     Wright) y no molestaba a nadie que junto a un palacio de estilo
     versallesco se [23] alzara, altiva y pujante, la antena de televisión
     instalada sobre el techado de un rancho de paja. O la presencia de una
     casita de media agua, cuyas variables visitas nocturnas sugerían muchas
     cosas. No. Hay que buscar algún lugar más serio y, por sobre todas las
     cosas, no pelearse con la naturaleza sino tratar de mezclarse con ella.
     Pensó edificar fuera de La Asunción, en las estribaciones del cerro de
     Areguá, y absorber así algo del aire casacciano y primitivo, mirando las
     costas del lago. Pero eso no era práctico. No buscaba una casa de fin de
     semana sino una morada para vivir, recibir a sus amigos, hacer veladas y
     gozar de la existencia. Había ganado bastante dinero como para retirarse y
     no demostraba mayores pretensiones ni deseos de competir con nadie. Lo que
     quería era, sencillamente, poder hacer de su vida algo diferente, sin
     tener que depender de nada ni de nadie. Bien claro aparecía el hecho de
     que no podía aguantar su casa de la calle Azara, de tránsito agresivo y
     ruidoso. Debía seguir pensando en algún lugar ideal y seguir adelante.
     Durante toda su estada en Chile tuvo la aspiración de edificar en La
     Asunción y ver así a Frank Lloyd Wright trasplantado al trópico.
          Visitó a los Campos Cervera y estudió los lotes en oferta. Trajo
     consigo a un geólogo y a un arquitecto. Estos expertos eran seres
     difíciles, cada uno de ellos con un gran ego. Pero eran fieles al plano.
     Buscaban una pendiente o un declive. Carlos los observaba con atención.
     Con sus ojos azules, su cabello rubio enrulado y su voz penetrante,
     vigorosa, poseía un indudable poder de persuasión. Sus antepasados
     catalanes [24] y castellanos, habían dejado profundos rastros raciales. Y
     sin embargo era totalmente paraguayo en su obra y su pensar. Le gustaba la
     buena comida y él mismo era un experto en platos marinos; además sabía
     preparar una mezcla caribeña, explosiva y traidora, que ofrecía a sus
     huéspedes sin previa alarma de sus consecuencias.
          Pero tenía la obsesión de encontrar el sitio de su futura casa. Algo
     le decía que el lugar existía. La parte alta de La Asunción, cerca de lo
     de Mary Conigliaro, hubiera sido perfecta. Pero allí los lotes eran muy
     pequeños y no se cumpliría su deseo de balcones amplios, mirando al sol y
     al río. Volvió al plano, que era muy detallado: varias páginas bien
     dibujadas, todas ellas firmadas. Tenía vastos balcones de madera. Él sabía
     la existencia de buena madera en el Paraguay. Fue al Archivo Nacional.
     Habló con Laterza Parodi y llegó a la conclusión de que una madera bien
     tratada, con creosota y otras substancias químicas, sería eterna. Consultó
     con Cacho Oddone, quien le aseguró que había visto en el Alto Paraguay una
     madera más dura que el hierro y él sabría dónde hallarla, si fuera
     necesario. Oddone estudió el plano y mirando fijamente a Carlos, le dijo:
          -Perdoná que no sea arquitecto y opine. Pero una casa así la veo
     perfectamente edificada en el lote de los Pereira-kué, en Villa Aurelia.
     Vamos, te muestro la zona.
          Carlos, siempre atento a opciones topográficas que le ayudasen a
     cumplir sus objetivos, fue con Oddone. No pudieron topar con lo de
     Pereira-kué. Para orientarse, llegaron a lo de [25] Fernán, quien estaba
     haciendo la siesta y les largó sus perros, un dálmata muy cariñoso pero
     algo estúpido y un bóxer de respetable aspecto. Sin salir del coche,
     lograron levantar a Fernán, quien les dijo desde el corredor de la casona,
     donde vivía solo:
          -¡Qué hora de perros para visitas! -(Estaba en calzoncillos) y se
     frotaba los ojos como tratando de ver qué sucedía a su alrededor.
          Carlos repuso que intentó dar con él por teléfono y no pudo. Fernán
     respondió:
          -Por las siestas desenchufo el teléfono. Debo descansar. Mi profesión
     de abogado requiere cierto paréntesis. Pero, por favor, adelante.
          Bajaron del auto y subieron las gradas del corredor. Se sentaron en
     cómodos sillones -honorarios de un pleito- junto a otros dos clientes que
     se sentían muy felices al ver al abogado de pie, obligado a ello por las
     visitas. Fernán los hizo pasar al escritorio, les sirvió el café que
     Abraham tenía listo siempre y, ya con la camisa puesta, (seguía no
     obstante en calzoncillos), les dijo:
          -Supongo que debe ser algo serio lo que los trae a estas horas tan
     intempestivas. Ya saben que para mí, como les dije, la siesta es sagrada.
     ¿Qué sucede?
          Oddone fue quien explicó:
          -Estamos buscando lo de Pereira-kué y nadie sabe decirnos dónde está.
     Yo lo recuerdo vagamente. Sé que era por aquí cerca.
          Fernán se levantó. Sin titubear extrajo una carpeta de la biblioteca
     del viejo -él la conocía de memoria por ser el único que aún vivía allí;
     los domingos desempolvaba los viejos folios de los estantes cargados de
     libros, carpetas y [26] recortes- y abrió un plano azul de Villa Aurelia,
     del año veinte. Con el dedo fue buscando apellidos, hasta que surgió
     Pereira. Era a tres cuadras de donde estaban. Les dio las indicaciones del
     caso y, con una sonrisa afable, los despidió. Acto seguido, los clientes
     sentados en el corredor lo atacaron sin piedad y Fernán, resignado a su
     suerte, se sentó con ellos a escuchar lamentos, desdichas y otras
     calamidades humanas.
     * * *
          Carlos y Cacho llegaron al lote buscado. Vieron enormes tractores,
     grúas gigantes y camiones-orugas aterradores aplanando el lote. La lomada,
     que Oddone había visto alguna vez, había volado. Una hermosa planicie con
     tres canchas de tenis ocupaba ahora el lugar de Pereira-kué. Con cierto
     desánimo, como para apaciguar a Carlos, le dijo:
          -Vas a encontrar alguna vez tu lote. Es cuestión de tener paciencia.
     Yo te voy a ayudar. Verás que, en menos de un año, tu solar nos recibirá.
     Será un festejo que hará ruido en toda la ciudad.
          Pero Carlos no estaba preocupado, ni demostraba mayor ansiedad. Él
     sabía que siempre algo al final resultaba, si se lo deseaba con intensa
     sinceridad. Se lo había enseñado su abuelo, don José Marsal, tesonero y
     magnífico varón de otros tiempos, amigo de Viriato Herculano desde que
     éste se vino de Madrid con sus ideas teosóficas o espiritualistas.
     Entonces, para eliminar a un [27] ser viviente de la sociedad, no se le
     acusaba, como es práctica usual hoy día, de homosexual o de comunista.
     Ambas plagas estaban en pañales. Lo que había que decir era ateo, y se
     pulverizaba un nombre, o una obra cualquier cosa. O masón. Esto último
     tenía un efecto aún más devastador. Y la gente decía que Viriato Herculano
     y don José María Marsal eran masones, espiritualistas (o teósofos, daba lo
     mismo) y anarquistas. ¡Qué preludio, compañero, para estabilizarse en una
     ciudad de cincuenta mil habitantes!
          Con el correr de los días, tratando de adaptarse a una ciudad
     diferente y nueva, donde estaba casi solo, pues sus amigos habían emigrado
     o los habían deportado -signo del progreso y de los tiempos-, empezó, para
     hacer algo, a trabajar en oficios manuales. Le satisfizo comprar una
     mueblería y hacer algo nuevo, distinto. Con su dinamismo habitual logró
     obtener patentes de casas europeas y norteamericanas y comenzó a hacer
     muebles contemporáneos. El modelo de van der Roche de la Silla Barcelona,
     la obra sencilla de Charles Eames de madera laminada, los tubos de
     asientos suspendidos de Marcel Breuer y muchos nuevos estilos escandinavos
     fueron introducidos por él y, sin pensarlo, hizo fortuna en poco tiempo.
     Le llovían pedidos de la Argentina y el Brasil, de las embajadas, de todos
     lados. Pensaba siempre: «le irá bien a la casa». Por las noches, daba
     clases privadas de poesía. Siempre trataba, con Ana María -su brazo
     derecho y fiel compañera- de hacer cosas nuevas. Ahora La Asunción era su
     mundo y tenía su atractivo. Él lo reconocía, pues no era injusto. [28]
     * * *
          Una mañana se llegó Cacho a la mueblería. Estaba eufórico. Sus ojos
     oscuros, vivaces, brillaban con intensidad iluminada. Con voz calma, tono
     medido y ademanes correctos, se acercó a Carlos:
          -No vas a creer, pero ya tengo tu lote. Está en un lugar impensado y
     nuevo. Tenés que venir conmigo. No puedo dejar que pase el tiempo sin que
     veas lo que te encontré.
          Con tantos pedidos y ocupaciones, Carlos casi se había olvidado del
     proyecto de su casa. Pensó rápidamente, y con mirada algo escéptica
     respondió:
          -Espero que los tractores no hayan demolido las lomas todavía.
          Oddone no contestó. Desde su Toyota gris, al que volvió para
     apresurar a Carlos, dijo con tranquilidad:
          -Es cosa de fe, mi amigo.
          Subieron al coche. Marcharon, llegando a la esquina de la Embajada de
     Estados Unidos, donde Oddone dobló a la izquierda, hacia el norte de la
     ciudad. Siguieron avanzando por calles empedradas, con infames trozos de
     piedra que parecían cortar las gomas de los autos con filos salientes. Al
     llegar a un punto, cerca de un bosquecillo, detuvo el coche:
          -Tu lote está en el medio. La calle va a pasar lateralmente y tenemos
     que subir a este ñandypá -dijo indicando un enorme árbol de flores
     amarillas-, para ver el panorama tal como tu balcón lo va a mirar.
          Una expresión de signos complejos, casi inescrutables, [29] se
     apoderó del rostro de Carlos. No podía concebir su casa allí. No se veía
     ninguna elevación por ningún lado. Con decepción, miró a Cacho y con tono
     algo desmayado expresó:
          -¿Y ahora?
          Cacho permaneció imperturbable. Con evidente conocimiento de la
     naturaleza, se sacó los zapatos y le indicó a Carlos que hiciera lo mismo.
          -Tenemos que subir hasta la tercera rama del ñandypá. Desde allí vas
     a ver el panorama.
          Eran más de las seis y media de la tarde y el sol iba descendiendo.
     Carlos, que nunca dudó del estado mental de su amigo -era sólido y de una
     lógica de hierro-, para no quedar mal, también se sacó los zapatos. Con
     destreza subió Oddone y dándole la mano a Carlitos, lograron trepar a la
     rama indicada desde abajo.
          -Mirá -le dijo-, ¿qué te parece?
          Se veía el río brillante y dorado, con innumerables reflejos solares.
     Y allá, remota, estaba La Asunción, con matices fulgentes e inesperados.
     Una perspectiva nunca vista.
          -Qué lastima que no traje la cámara. Éste es el lugar.
          Te lo agradezco desde el alma -alcanzó a decir Carlos. Ambos hablaban
     desde la rama alta del ñandypá. Era un diálogo insólito. Como la zona no
     era muy solicitada en ese momento (estaban de moda otros barrios de la
     ciudad, no habían llegado aún las parrilladas y todo estaba por lotearse),
     no le fue difícil a Carlos llegar a completar los papeleos y comprar los
     lotes del ñandypá. Al poco tiempo el constructor, los albañiles y el
     arquitecto comenzaron el desmonte y el nivelamiento [30] de la propiedad.
     Conservaron el ñandypá y los muros comenzaron su elevación, como a treinta
     metros del mismo. Se trabajaba a velocidades increíbles y en poco tiempo
     el esqueleto de la casa empezó a dar idea del estilo absolutamente
     diferente que adquiría la edificación. Una puerta enorme, de madera
     labrada seleccionada por Cacho, lustrada de color caoba, daba acceso a la
     sala espaciosa, de amplios ventanales, mezclándose los ambientes, como lo
     quiere Wright. Respondía a su postulado estético: estar adentro como si
     uno estuviera afuera. Las escaleras de madera conducían a los dormitorios
     y a los balcones. Como habían previsto desde las ramas del ñandypá, éstos
     miraban el río y el Chaco. Por las noches, la ciudad parecía una piedra
     preciosa, vistiendo colores mutadizos, con el bello tiritar de la
     audiencia nocturna. Carlos estaba contento. Siempre supo que el momento
     llegaría.
          No bien concluida la casa, se mudaron. Y comenzó el proceso
     decorativo. El original de Goya en la blanca y áspera pared le daba una
     prestancia inesperada. Las visiones surrealistas del chileno Nemesio
     Antúnez agregaban misterio. Los xilograbados de Colombino parecían haber
     nacido en las paredes. Unos bambúes de Wilfredo Lam -flora tropical cuasi
     abstracta- dispensaban el exotismo, sin ser muy remoto al paisaje.
          Fue fijado el 15 de agosto como día de la inauguración. Faltaba una
     semana. Los lapachos estaban en floración. Desde los balcones del oeste,
     junto a los jazmines de esencia sensual, la floración amarilla y rosada
     concluía el contorno requerido. [31]
          Carlos estaba de vuelta a La Asunción que siempre había pensado allá,
     en Santiago. Era el 12 de agosto. Esa noche, Ana María, fatigada por las
     labores intensas de la mudanza, se retiró temprano. También subieron los
     chicos. Carlos se quedó escribiendo en la sala. No quería ir arriba, pues
     le gustaba el ambiente de la sala, quizá más que ningún otro de la casa.
     Pasaron las horas. En medio de un silencio delicioso. Carlos seguía
     corrigiendo unas pruebas para Losada de Buenos Aires, cuando escuchó una
     especie de rasguño seco que provenía, sin lugar a dudas, de la tela del
     tajy de Samudio. Miró con detenimiento, pero no pudo detectar nada. El
     cuadro no se había movido. Su rosado rabioso permanecía inmutable y
     desafiante. Pero él escuchó el ruido. Un desgarro, un acto físico
     evidente. «Casa nueva -pensó-; deben ser las maderas, que a veces se
     agrietan». Y fue a dormir, subiendo lentamente la escalera, al lado del
     comedor. Al pisar el último peldaño escuchó otro arañazo. En la casa todos
     dormían. No hizo caso y fue a la cama. Durmió de un solo tirón. A la
     mañana siguiente fue a la sala y no vio nada. No hizo comentarios, pues
     era innecesario hablar de ocurrencias o rarezas. Ese día trabajaron todos:
     a Rodrigo le mandó rastrillar el patio, a Jerutí y Jazmín les hizo fregar
     la balaustrada de madera y a Verónica y Soledad las entretuvo con el piso
     de baldosas rojas, que se obstinaban en no querer soltar las manchas que
     habían dejado los albañiles. Desde la mueblería, por teléfono, Carlos los
     controlaba cómo iba la limpieza. Por la tarde, trajo los sillones Breuer y
     las sillas Barcelona que quedaron muy bien en la sala. Cenaron [32] poco,
     la familia estaba agotada después del largo día. Carlos quedó de nuevo en
     la sala, pues, lo apuraban desde Buenos Aires para que remitiera las
     pruebas definitivas de su libro de poemas. Comenzó a llover. Una verdadera
     tormenta tropical. Fue al balcón para entrar los sillones. Los relámpagos,
     sucediéndose en cadena, iluminaban totalmente el patio. Sin desearlo, miró
     hacia el ñandypá y vio un anciano sentado en un sillón. No tuvo miedo: ya
     había visto fantasmas en Piribebuy. Como Rubén Bareiro, no sentía por
     ellos el más mínimo temor. Pero era raro. Lo más impensado del mundo.
     Después de un paréntesis de décadas, volvía a ocurrirle algo en la esfera
     de lo sobrenatural. Y recordó aquella noche lluviosa, en que vio un bulto
     amarillo que le hablaba desde la casa de Mc Mahon... Pero estos raros y
     dudosos acaeceres, los guardaba para sí mismo. Se acordó que una vez su
     amigo Rodrigo Godoi -que reside en Michigan- le había preguntado si creía
     en fantasmas. Godoi estaba influenciado por la literatura del sur de los
     Estados Unidos y quería creer en visiones extrafísicas. Y quedó extasiado
     cuando Carlos, con lujo de detalles, le fue narrando con voz misteriosa su
     episodio de la Cordillera...
          Faltaban dos días para la inauguración de la casa. Ya tenía un
     nombre: la llamaría La Alcándara, palabra árabe que designaba el pabellón
     en que se mantenían las aves de cetrería, en especial los halcones. Eligió
     la voz tanto por su eufonía como por su valor figurado. «Desde esta casa,
     veremos volar las letras, arriba y encima del tiempo», decía. Y sonreía
     misteriosamente. [33]
          Siguió pensando en lo que vio debajo del ñandypá. «Tiene que ser una
     ilusión óptica», se dijo. No volvió a escuchar ruidos al parecer, todo
     había pasado. Se cuidó muy bien de no decir nada. ¿Para qué alarmar a la
     gente?
     * * *
          Vinieron llegando los amigos a eso de las nueve de la noche. El
     primer grupo en llegar fue el Pa'í Alonso, quien cayó con Yulí Troche.
     Luego arribaron, en rápida sucesión, Justito Prieto, José María Gómez
     Sanjurjo, Guido Parquet, Jose'i Laterza Parodi, José Félix Fernández
     Estigarribia, José Antonio Bilbao, Osvaldo González Real, José Luis
     Appleyard, Cacho Oddone... Después, un grupo de mujeres fue recibido por
     Ana María y muchos otros invitados que no recordamos fueron llenando la
     sala, el comedor y los amplios balcones. Desde afuera, y desde lejos, la
     casa parecía un buque fantástico, avanzando por la noche en medio del río,
     todo lleno de flores titilantes.
          Carlitos Villagra y sus hermanas ayudaban a servir las bebidas y los
     entremeses. A excepción del Pa'í Alonso -que pidió jerez «si lo hubiera»-,
     los demás optaron por whisky y soda. Con el carrito lleno de vasos, cubos
     de hielo y botellas de Cutty Sark (era el whisky preferido por los dueños
     de casa), Carlos avanzaba. Al terminar de servir a Yulí Troche -que estaba
     contando una historia de ruidos ensordecedores de camiones inexistentes en
     su estancia del Chaco, de camiones que seguían rugiendo después de treinta
     años de acabada la guerra-, [34] se dio vuelta Carlos, y en un sillón de
     mimbre -que por cierto no podía pertenecer a la casa- estaba sentada la
     misma imagen que vio la noche de la tormenta. Le extendió a Carlos la mano
     y dijo:
          -On the rock, please.
          Carlos lo miró con fijeza y, sin alterarse, le preguntó:
          -But, ¿who in the world are you?
          El del sillón de mimbre, ahora en español con fuerte acento inglés,
     le respondió pausadamente:
          -Yo soy William Patterson. Usted edificó en mi bosque.
          Tendrá que aguantarme a veces. Desde el tiempo de mi contrato con don
     Carlos ando dando vueltas y a veces regreso por aquí...
          Carlos lo miró con curiosidad y no contestó. Tomó un vaso del carro,
     puso hielo con cuidado y sirvió el whisky...
     * * *
          Ricardo Mazó, desde el otro ángulo del living, el que daba al
     comedor, miraba con atención. Parecía que Carlitos estuviera hablando
     solo, haciendo gestos raros. Mazó lo siguió observando con cierta
     extrañeza, pero después se olvidó del incidente. La velada siguió hasta
     las tres de la mañana y concluyó con un maravilloso concierto de Sila
     Godoy. [35]

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