Rodrigo Diaz Perez - Ingavi y otros cuentos.
Rodrigo Diaz-Perez - Ingavi y otros cuentos
Prólogo
No es impertinente comenzar esta sucinta reflexión sobre Ingavi y
otros cuentos de Rodrigo Díaz-Pérez, que hoy publica la Editorial Araverá,
con la aserción de su variedad, tanto temática como espacial. Residente en
los Estados Unidos (Ann Harbor, Michigan) desde hace treinta y un años,
histopatólogo señalado además de poeta, lingüista y narrador, Díaz-Pérez
es igualmente pasajero incansable de intemperies y ciudades, y examinador
diligente del profuso trajín humano. Entendedor del diverso mundo, en fin,
Díaz-Pérez registra en sus narraciones circunstancias disímiles con la
agudeza de opción propia del instruido en el oficio, a la cual debe
agregarse esa suerte de sentido clínico, benévolo y riguroso al mismo
tiempo, tan naturalmente ejercido por pocos médicos notables. Empero, tal
visión cambiante no se detiene en los ámbitos de la acción o el
tratamiento de los personajes: dueño seguro de sus procedimientos
semánticos, Díaz-Pérez conforma su discurso a las peculiaridades
coloquiales y la descripción matizada que cada narración exige por su
cuenta; por ende, la secuencia planetaria de estos relatos está investida
de la realidad física y verbal que corresponde, según el caso, merced a la
cual acompañamos sin asombro, pero con horror o deleite o envidia secreta,
al muchacho de Kansas, miembro de la Brigada Lincoln, en su paseo
alucinado a través de la tarde madrileña percudida por las bombas
fascistas; o al burlado mirón de catalejo en la [8] ambigua calma de la
campaña francesa, o a la guardia y la fuga ulterior del prisionero
solitario, desde el campo de concentración sublunar en los fondos del
Chaco, acuciado por gruñidos cósmicos y los desmanes de su propio pulso.
Hasta aquí, quien se haya animado a recorrer este preámbulo sin
conocer aún los cuentos de Díaz-Pérez, podría concluir que su autor
practica una cómoda universalidad, que no sería sino la demostración de un
cosmopolitismo demasiado evidente para ser auténtico. Es lo contrario: las
raíces paraguayas siguen ejecutando sus oscuros trabajos en la savia, en
la voz, en la angustia floral, en el fervor de Rodrigo Díaz-Pérez. La
Villa Aurelia de su infancia, los pasillos astrosos y las sufridas salas
del Hospital de Clínicas, las urgencias y combates de su juventud gravean
desde entonces sobre su destino, comprometiendo sin reservas su intención
y su palabra. Como en los otros escritores nacionales trasterrados, la
nostalgia recupera en Rodrigo Díaz-Pérez su diáfana etimología: dolor del
regreso; así lo certifica la mayoría de los once cuentos que integran el
volumen, en los que reverbera, más allá de los referentes textuales, el
signo de sangre y sueño de la escritura en el exilio: la pasión defendida
y a la vez violada por la ausencia.
Son escasamente útiles los prólogos que demoran la lectura del libro
presentado; no deseo que el mío arrastre esa equivocación. Sin embargo, me
permito recomendar, por puro gusto personal, dos o tres de los relatos que
componen la colección: Miiii Buenos Aaaires Queridooo..., sobrio texto
abierto en el cual [9] nos asomamos a un vértigo de odio y terror, casi
sin precedentes en nuestra América; Alcándara Revisited, crónica veraz y
fabulada de una cosa que, como la de quien esto escribe, no tiene sino el
mérito de su puerta franca a la felicidad y la imaginación de los amigos,
e Ingavi, parábola de la violencia cazada por la soledad, donde el castigo
sin culpa se apaga ante la fraternidad de los desamparados.
He escuchado a Augusto Roa Bastos repetir que la narrativa de un país
no existe sólo porque concurran a ella uno o dos escritores, por más
dotados que sean. Con Rubén Bareiro Saguier, Helio Vera, Osvaldo González
Real, y hoy con Rodrigo Díaz-Pérez, cuyos cuentos salen por primera vez a
la luz en su patria, estimo que la reciente literatura de ficción del
Paraguay está ganando el contorno que merece nuestra libertad creadora en
el destierro, interior o exterior.
Carlos Villagra Marsal
La Alcándara, diciembre de 1985 [10] [11]
Nota liminar
De los once relatos que aparecen en este libro, seis de ellos son
inéditos, en tanto que cinco aparecieron en ediciones sin difusión
comercial; por ende, estos últimos no fueron leídos sino por error o mera
curiosidad. Y uno de ellos, Promesa formal, vio la luz en Discurso
Literario, de la Oklahoma State University. Decidimos entonces integrar
este volumen, para darle una dimensión temporal, con cuentos aparecidos o
no, que incluyen dos decenios de nuestro mundo de creación. Y si diis
placet, esta vez la luz del trópico nos dará su aliento y vida, por
intermedio del resplandor que denota el nombre mismo de la Editorial
Araverá.
Rodrigo Díaz-Pérez
Ann Arbor, Michigan, setiembre de 1985. [12] [13]
Ingavi
Serían las dos de la mañana cuando Chocho Benítez salió de su pieza
para respirar aire puro. Hacía un calor asfixiante en el ranchito. Después
de descansar o adormilarse por unas horas, salía habitualmente a dar una
caminata alrededor del fortín. Conocía de memoria el mapa de la zona. Mil
veces había planeado la fuga, con lujo de detalles. Nadie lo atajaba. Era
un prisionero al que no odiaban. Por otra parte, todos creían que la selva
le tendería su abrazo constrictor en caso de que escapara. Podía estarse
todo el día en su cubil, que no preguntarían por él. «Decidite de una
vez», se decía a sí mismo. Hacia el norte, a menos de cincuenta
kilómetros, estaba Ravelo, ya en territorio boliviano. Era, sencillamente,
cuestión de tomar el camino hasta Tacaparé, cruzar el estero de Palmar de
las Islas, y listo. «Ojalá que el estero no esté anegado, ya que, de otra
manera, voy a tener dificultades». Otra alternativa factible era dirigirse
hacia el suroeste, hasta Gabino Mendoza. Estaba seguro de que los poblados
bolivianos le ofrecerían albergue. Lo único que lo inquietaba era que
nunca se supo una sola palabra de los tres soldados que desertaron del
fortín. Simplemente se los tragó el silencio y el olvido.
Siguió caminando hasta llegar a la orilla del río, que parecía salido
de madre. En otras ocasiones, sin embargo, se secaba, dejando un lecho de
tierra caliza que se rompía en parcelas. El rielar de la luna dibujaba una
hermosa superposición [14] de imágenes en el agua. Se sacó los zapatones y
se mojó los pies. De improviso oyó un crujido de hojas secas y se levantó
con premura. Era el teniente Ramírez quien, cordialmente, se acercó y le
dijo:
-¿Qué tal, Benítez?
-¡Hola! Veo que usted también anda con insomnio.
El teniente sacó de la chaqueta un paquete de cigarrillos y se lo
tendió a Chocho. Poco después, la frente de ambos se iluminaba con el
resplandor de un fósforo.
-En verdad, Benítez, comprendo su irritación. Yo no sé de qué lo
culpan. Usted extraña a su familia... echa de menos sus estudios. -Se
había establecido entre ellos una animada charla. Pero hablaban en voz
baja, como si temieran ser escuchados.
-Le voy a contar, teniente, cómo sucedieron las cosas. Y le aseguro
que no exagero. Yo estaba en el bar «La Bolsa» con un grupo de compañeros
cuando, de repente nomás, paró un camión y bajaron varios soldados armados
y un tipo gordito vestido de civil. Me tomaron del brazo con violencia, y
no paré hasta Ingavi. Ni siquiera recuerdo de qué hablaba con mis amigos.
-El teniente lo escuchaba con calma, sin hacer un solo gesto. Pero parecía
sentirse incómodo. Por su parte, después de una nerviosa bocanada, Benítez
prosiguió diciendo-: Si al menos supiese a qué se debe esta pesadilla.
Pero... ¿Por qué? -dijo sus últimas palabras casi gritando.
El teniente no replicó. Él también se sentía frustrado. Llevaba ya
dos años en Ingavi. La [15] única comunicación del fortín con el mundo
civilizado era el camión que, cada quince días, traía cartas, encomiendas
y provisiones desde Mariscal Estigarribia. En Ingavi la vida consistía en
hacer siempre las mismas cosas, en la conciencia casi permanente de irse
muriendo poco a poco. La luna se había ocultado y Ramírez concluyó la
charla diciendo:
-Mire, Benítez: le escribiré al comandante Francisco Feito, que es un
hombre justo y sensato. Quizá lo pueda ayudar-. Sin saber por qué, a
Benítez le produjo vergüenza lo que acababa de plantear el teniente.
Flotando, tenaz en la calígine, el polvo chaqueño le irritaba la piel, le
penetraba en los poros. Y los enormes paratodos adquirían una dimensión
fantasmal. De pronto sintió la desolación de Ingavi. Hubo también un
momento en que creyó escuchar una voz remota... como un eco musical. Sin
proponérselo, levantó la mirada hacia el cielo.
Cuando la luna apareció de nuevo, iluminando todo el perímetro del
fortín, reinaba una calma absoluta. La comandancia era una casita de media
agua, pintada de blanco y con sólo dos piezas: una, la «recepción» donde
el teniente Ramírez tenía su escritorio; la otra, el dormitorio con un
catre y una mesita despellejada, después de tantos años de servir de
soporte a la lámpara de kerosén. Las dependencias de la tropa constituían
un largo, hacinado grupo de ranchos de techo de paja y pared de adobe,
donde se alojaban los treinta y siete soldados del fortín.
A la mañana siguiente, un soldadito entró en la comandancia a dar su
parte: [16]
-Mi teniente, anoche vinieron los moros y robaron cantidad de
provisiones. Rompieron además la transmisora y el acumulador. Hoy no
pudimos hablar con Mariscal Estigarribia.
Por culpa de los indios moros y los jaguares, no habrá jamás completa
tranquilidad en Ingavi. En medio del cósmico silencio de la noche
chaqueña, se oían a veces rugidos escalofriantes o rumores furtivos. Y el
terror, acrecentado por la soledad y la distancia, les ponía a los
soldados los pelos de punta.
El teniente tomó la noticia con calma y ordenó a la tropa un
patrullaje que cubriera un perímetro de cinco leguas; había dibujado un
plano sobre la tierra, con rapidez y habilidad:
-Aquí está el río Timane. Un pelotón va a ir hasta la costa, cruzando
por Puerto Warnes. Otro se dirigirá hacia Laguna y registrará las orillas.
Un grupo menor, a las proximidades de Tacaparé. Yo, por mi parte, guardaré
el camino a Gabino Mendoza. En el fortín se quedarán Benítez y siete
soldados.
De noche volvieron los grupos, sin haber dado con los moros. El
teniente fue a verlo a Benítez. Lo encontró en el patio de la comandancia,
cerca del pozo, tomando tereré.
-Llevo ya tres meses en el Chaco -dijo Benítez, malhumorado-. En su
última carta, mi señora me cuenta que mis compañeros se acaban de recibir
de médicos. No puede ser que se hayan olvidado de mí...
-Lo siento de verdad, Benítez. Pero usted comprende que no tengo nada
que ver con su situación. Espero que mañana tengamos un día más tranquilo.
[17]
Aunque eran las seis de la mañana, el sol picaba ya como si fuese
mediodía. El teniente había ordenado a los soldados que se reunieran; con
voz clara les dijo:
-Estamos sin radio y hasta la próxima semana no viene el camión. Lo
mejor que podemos hacer es tratar de arreglar la trasmisora. Traigan el
acumulador del camión; total no lo usamos y no hay nafta suficiente,
siquiera para llegar a la frontera.
Pocos minutos después, había desarmado la radio pieza por pieza. Y
con un primitivo soldador, calentado al rojo con el fuego de la cocina,
fue uniendo los cables de la transmisora. Benítez lo observaba con
curiosidad. El teniente Ramírez era sin duda inteligente, el hombre
adecuado para estar al frente de un sitio como Ingavi. Seguía trabajando
afanosamente cuando, de súbito, se detuvo y le dijo:
-Siento un intenso dolor en el vientre. -Lo llevaron inmediatamente a
la comandancia y, lo acostaron en el catre de trama de su dormitorio.
Benítez le sacó la camisa y le aflojó el cinturón. Lentamente le fue
apretando la región del estómago, los intestinos, el hígado, el resto del
abdomen. Había un dolor bien circunscrito en la parte inferior del
vientre, hacia la derecha. Luego, con el oído, le auscultó los pulmones y
el corazón. Después le tomó el pulso varias veces. El teniente sudaba
copiosamente.
-Es apendicitis aguda, teniente Ramírez. Hay que operar ahora mismo.
-En mi escritorio hay un botiquín de emergencia. Desde Asunción me
dijeron que tiene de [18] todo, incluso instrumentos de cirugía. Por
favor, verifíquelo usted mismo.
Recalde puso en una palangana desportillada todos los instrumentos
que encontró y los hizo hervir. En el botiquín había hallado incluso una
jeringa y anestesia local. Comenzó a operar. Mientras abría la piel, le
caían de la frente gruesos goterones de sudor. Diestramente enjugaba la
sangre con unas gasas improvisadas y ligaba los vasitos con los hilos de
un carretel. Un soldado gua'i le sostenía los separadores. Cuando llegó al
sitio que buscaba, vio que el apéndice estaba negro: era gangrena
apendicular.
Pocos días después, el teniente Ramírez caminaba sin dificultad.
Eran solamente las dos de la mañana, pero ya llevaba caminadas como
dos leguas. No se volvería atrás. En un momento dado, decidió que podía
descansar un rato y se sentó sobre un tronco. De repente, sintió que se le
congelaba la sangre: una sombra furtiva se iba aproximando.
-Benítez... no tema... soy yo. -Era Ramírez, quien poco después le
estrechaba vigorosamente la mano.
-¿Cómo supo que me había escapado?
-Bueno, cuando usted me comentó la última carta de su señora, me di
cuenta que había llegado el momento. Le traje una brújula, carne
conservada y dos caramañolas de agua.
-Espero que no lo culpen por esto, teniente.
-Buena suerte, Benítez -se limitó a decir Ramírez.
-Muchas gracias -contestó aquel con voz extrangulada.
Cada uno fue avanzando despacio en dirección [19] opuesta. Ya lejos,
Chocho Benítez se detuvo para volver la vista: sólo pudo vislumbrar el
monte oscuro. Y recomenzó su larga caminata.
1964 [20] [21]
Alcándara revisited
Soy el primero en reconocer que Evelyn Waugh no hubiera hecho
cuestión al conocer un nuevo retorno. Cuando, en 1945, escribió la
deliciosa y romántica novela Brideshead Revisited, indudablemente abrió
avenidas para otros numerosos ingresos, aunque nadie hasta ahora, como yo,
le haya robado una parte del título. Y quiero explicarme: en 1983 se
produjo la serialización televisiva de Brideshead Revisited y yo pensé, en
un instante que se grabó en mis sueños, que William Patterson (a quien
Josefina Pla menciona en Los Británicos en el Paraguay) alguna vez, quizá,
volvería a nuestro país. Y no tuvo que hacerlo, pues en realidad él vivía
en el predio elegido por Carlos Villagra Marsal y Óscar Gustavo (Cacho)
Oddone. Y se adueñó del ñandypá legendario para dar fama a su larga
tradición encantada. Pido, pues, mis excusas a Mr. Waugh y a Mr.
Patterson, por incursionar en territorios que no me corresponden.
Cualquier explicación ulterior puede hacerla Carlos Villagra Marsal, quien
hoy día comparte con Mr. Patterson un dudoso título de propiedad.
R.D.-P. [22]
Y el aire ciñó el espacio
con plenitud de palacio
y fue ya imposible el grito.
Jorge Guillén
La verdad es que Carlos abandonó Santiago por razones obvias, que
hubieran empujado a hacer lo mismo a cualquier ser civilizado y sensitivo:
la brutal represión de Pinochet y su policía-gestapo, conocida como Dina,
que en pocos días había eliminado a varios amigos suyos muy queridos,
independientes y alejados de la política, por la sencilla y única razón,
al parecer, de que querían saber lo que estaba sucediendo en el Estadio
Nacional.
Renunció a su posición de alto empleado internacional y decidió
volver a La Asunción, su villa natal. Y en forma casi inmediata comenzó a
buscar, con Ana María, un lugar ideal para edificar la casa de sus sueños.
Tenía los planos, obra de un alumno avanzado de Frank Lloyd Wright. Se
devanaba los sesos por hallar un predio donde el simplismo estructural
impresionista pudiese ser totalmente aprovechado. Hacía falta un declive.
Visitó la Chacarita, de topografía ideal. Pero -sin ser un burgués- le
alarmó el vecindario tan abigarrado y disonante en su diversidad. En La
Asunción no existía ningún concepto de zona (como lo hubiese exigido
Wright) y no molestaba a nadie que junto a un palacio de estilo
versallesco se [23] alzara, altiva y pujante, la antena de televisión
instalada sobre el techado de un rancho de paja. O la presencia de una
casita de media agua, cuyas variables visitas nocturnas sugerían muchas
cosas. No. Hay que buscar algún lugar más serio y, por sobre todas las
cosas, no pelearse con la naturaleza sino tratar de mezclarse con ella.
Pensó edificar fuera de La Asunción, en las estribaciones del cerro de
Areguá, y absorber así algo del aire casacciano y primitivo, mirando las
costas del lago. Pero eso no era práctico. No buscaba una casa de fin de
semana sino una morada para vivir, recibir a sus amigos, hacer veladas y
gozar de la existencia. Había ganado bastante dinero como para retirarse y
no demostraba mayores pretensiones ni deseos de competir con nadie. Lo que
quería era, sencillamente, poder hacer de su vida algo diferente, sin
tener que depender de nada ni de nadie. Bien claro aparecía el hecho de
que no podía aguantar su casa de la calle Azara, de tránsito agresivo y
ruidoso. Debía seguir pensando en algún lugar ideal y seguir adelante.
Durante toda su estada en Chile tuvo la aspiración de edificar en La
Asunción y ver así a Frank Lloyd Wright trasplantado al trópico.
Visitó a los Campos Cervera y estudió los lotes en oferta. Trajo
consigo a un geólogo y a un arquitecto. Estos expertos eran seres
difíciles, cada uno de ellos con un gran ego. Pero eran fieles al plano.
Buscaban una pendiente o un declive. Carlos los observaba con atención.
Con sus ojos azules, su cabello rubio enrulado y su voz penetrante,
vigorosa, poseía un indudable poder de persuasión. Sus antepasados
catalanes [24] y castellanos, habían dejado profundos rastros raciales. Y
sin embargo era totalmente paraguayo en su obra y su pensar. Le gustaba la
buena comida y él mismo era un experto en platos marinos; además sabía
preparar una mezcla caribeña, explosiva y traidora, que ofrecía a sus
huéspedes sin previa alarma de sus consecuencias.
Pero tenía la obsesión de encontrar el sitio de su futura casa. Algo
le decía que el lugar existía. La parte alta de La Asunción, cerca de lo
de Mary Conigliaro, hubiera sido perfecta. Pero allí los lotes eran muy
pequeños y no se cumpliría su deseo de balcones amplios, mirando al sol y
al río. Volvió al plano, que era muy detallado: varias páginas bien
dibujadas, todas ellas firmadas. Tenía vastos balcones de madera. Él sabía
la existencia de buena madera en el Paraguay. Fue al Archivo Nacional.
Habló con Laterza Parodi y llegó a la conclusión de que una madera bien
tratada, con creosota y otras substancias químicas, sería eterna. Consultó
con Cacho Oddone, quien le aseguró que había visto en el Alto Paraguay una
madera más dura que el hierro y él sabría dónde hallarla, si fuera
necesario. Oddone estudió el plano y mirando fijamente a Carlos, le dijo:
-Perdoná que no sea arquitecto y opine. Pero una casa así la veo
perfectamente edificada en el lote de los Pereira-kué, en Villa Aurelia.
Vamos, te muestro la zona.
Carlos, siempre atento a opciones topográficas que le ayudasen a
cumplir sus objetivos, fue con Oddone. No pudieron topar con lo de
Pereira-kué. Para orientarse, llegaron a lo de [25] Fernán, quien estaba
haciendo la siesta y les largó sus perros, un dálmata muy cariñoso pero
algo estúpido y un bóxer de respetable aspecto. Sin salir del coche,
lograron levantar a Fernán, quien les dijo desde el corredor de la casona,
donde vivía solo:
-¡Qué hora de perros para visitas! -(Estaba en calzoncillos) y se
frotaba los ojos como tratando de ver qué sucedía a su alrededor.
Carlos repuso que intentó dar con él por teléfono y no pudo. Fernán
respondió:
-Por las siestas desenchufo el teléfono. Debo descansar. Mi profesión
de abogado requiere cierto paréntesis. Pero, por favor, adelante.
Bajaron del auto y subieron las gradas del corredor. Se sentaron en
cómodos sillones -honorarios de un pleito- junto a otros dos clientes que
se sentían muy felices al ver al abogado de pie, obligado a ello por las
visitas. Fernán los hizo pasar al escritorio, les sirvió el café que
Abraham tenía listo siempre y, ya con la camisa puesta, (seguía no
obstante en calzoncillos), les dijo:
-Supongo que debe ser algo serio lo que los trae a estas horas tan
intempestivas. Ya saben que para mí, como les dije, la siesta es sagrada.
¿Qué sucede?
Oddone fue quien explicó:
-Estamos buscando lo de Pereira-kué y nadie sabe decirnos dónde está.
Yo lo recuerdo vagamente. Sé que era por aquí cerca.
Fernán se levantó. Sin titubear extrajo una carpeta de la biblioteca
del viejo -él la conocía de memoria por ser el único que aún vivía allí;
los domingos desempolvaba los viejos folios de los estantes cargados de
libros, carpetas y [26] recortes- y abrió un plano azul de Villa Aurelia,
del año veinte. Con el dedo fue buscando apellidos, hasta que surgió
Pereira. Era a tres cuadras de donde estaban. Les dio las indicaciones del
caso y, con una sonrisa afable, los despidió. Acto seguido, los clientes
sentados en el corredor lo atacaron sin piedad y Fernán, resignado a su
suerte, se sentó con ellos a escuchar lamentos, desdichas y otras
calamidades humanas.
* * *
Carlos y Cacho llegaron al lote buscado. Vieron enormes tractores,
grúas gigantes y camiones-orugas aterradores aplanando el lote. La lomada,
que Oddone había visto alguna vez, había volado. Una hermosa planicie con
tres canchas de tenis ocupaba ahora el lugar de Pereira-kué. Con cierto
desánimo, como para apaciguar a Carlos, le dijo:
-Vas a encontrar alguna vez tu lote. Es cuestión de tener paciencia.
Yo te voy a ayudar. Verás que, en menos de un año, tu solar nos recibirá.
Será un festejo que hará ruido en toda la ciudad.
Pero Carlos no estaba preocupado, ni demostraba mayor ansiedad. Él
sabía que siempre algo al final resultaba, si se lo deseaba con intensa
sinceridad. Se lo había enseñado su abuelo, don José Marsal, tesonero y
magnífico varón de otros tiempos, amigo de Viriato Herculano desde que
éste se vino de Madrid con sus ideas teosóficas o espiritualistas.
Entonces, para eliminar a un [27] ser viviente de la sociedad, no se le
acusaba, como es práctica usual hoy día, de homosexual o de comunista.
Ambas plagas estaban en pañales. Lo que había que decir era ateo, y se
pulverizaba un nombre, o una obra cualquier cosa. O masón. Esto último
tenía un efecto aún más devastador. Y la gente decía que Viriato Herculano
y don José María Marsal eran masones, espiritualistas (o teósofos, daba lo
mismo) y anarquistas. ¡Qué preludio, compañero, para estabilizarse en una
ciudad de cincuenta mil habitantes!
Con el correr de los días, tratando de adaptarse a una ciudad
diferente y nueva, donde estaba casi solo, pues sus amigos habían emigrado
o los habían deportado -signo del progreso y de los tiempos-, empezó, para
hacer algo, a trabajar en oficios manuales. Le satisfizo comprar una
mueblería y hacer algo nuevo, distinto. Con su dinamismo habitual logró
obtener patentes de casas europeas y norteamericanas y comenzó a hacer
muebles contemporáneos. El modelo de van der Roche de la Silla Barcelona,
la obra sencilla de Charles Eames de madera laminada, los tubos de
asientos suspendidos de Marcel Breuer y muchos nuevos estilos escandinavos
fueron introducidos por él y, sin pensarlo, hizo fortuna en poco tiempo.
Le llovían pedidos de la Argentina y el Brasil, de las embajadas, de todos
lados. Pensaba siempre: «le irá bien a la casa». Por las noches, daba
clases privadas de poesía. Siempre trataba, con Ana María -su brazo
derecho y fiel compañera- de hacer cosas nuevas. Ahora La Asunción era su
mundo y tenía su atractivo. Él lo reconocía, pues no era injusto. [28]
* * *
Una mañana se llegó Cacho a la mueblería. Estaba eufórico. Sus ojos
oscuros, vivaces, brillaban con intensidad iluminada. Con voz calma, tono
medido y ademanes correctos, se acercó a Carlos:
-No vas a creer, pero ya tengo tu lote. Está en un lugar impensado y
nuevo. Tenés que venir conmigo. No puedo dejar que pase el tiempo sin que
veas lo que te encontré.
Con tantos pedidos y ocupaciones, Carlos casi se había olvidado del
proyecto de su casa. Pensó rápidamente, y con mirada algo escéptica
respondió:
-Espero que los tractores no hayan demolido las lomas todavía.
Oddone no contestó. Desde su Toyota gris, al que volvió para
apresurar a Carlos, dijo con tranquilidad:
-Es cosa de fe, mi amigo.
Subieron al coche. Marcharon, llegando a la esquina de la Embajada de
Estados Unidos, donde Oddone dobló a la izquierda, hacia el norte de la
ciudad. Siguieron avanzando por calles empedradas, con infames trozos de
piedra que parecían cortar las gomas de los autos con filos salientes. Al
llegar a un punto, cerca de un bosquecillo, detuvo el coche:
-Tu lote está en el medio. La calle va a pasar lateralmente y tenemos
que subir a este ñandypá -dijo indicando un enorme árbol de flores
amarillas-, para ver el panorama tal como tu balcón lo va a mirar.
Una expresión de signos complejos, casi inescrutables, [29] se
apoderó del rostro de Carlos. No podía concebir su casa allí. No se veía
ninguna elevación por ningún lado. Con decepción, miró a Cacho y con tono
algo desmayado expresó:
-¿Y ahora?
Cacho permaneció imperturbable. Con evidente conocimiento de la
naturaleza, se sacó los zapatos y le indicó a Carlos que hiciera lo mismo.
-Tenemos que subir hasta la tercera rama del ñandypá. Desde allí vas
a ver el panorama.
Eran más de las seis y media de la tarde y el sol iba descendiendo.
Carlos, que nunca dudó del estado mental de su amigo -era sólido y de una
lógica de hierro-, para no quedar mal, también se sacó los zapatos. Con
destreza subió Oddone y dándole la mano a Carlitos, lograron trepar a la
rama indicada desde abajo.
-Mirá -le dijo-, ¿qué te parece?
Se veía el río brillante y dorado, con innumerables reflejos solares.
Y allá, remota, estaba La Asunción, con matices fulgentes e inesperados.
Una perspectiva nunca vista.
-Qué lastima que no traje la cámara. Éste es el lugar.
Te lo agradezco desde el alma -alcanzó a decir Carlos. Ambos hablaban
desde la rama alta del ñandypá. Era un diálogo insólito. Como la zona no
era muy solicitada en ese momento (estaban de moda otros barrios de la
ciudad, no habían llegado aún las parrilladas y todo estaba por lotearse),
no le fue difícil a Carlos llegar a completar los papeleos y comprar los
lotes del ñandypá. Al poco tiempo el constructor, los albañiles y el
arquitecto comenzaron el desmonte y el nivelamiento [30] de la propiedad.
Conservaron el ñandypá y los muros comenzaron su elevación, como a treinta
metros del mismo. Se trabajaba a velocidades increíbles y en poco tiempo
el esqueleto de la casa empezó a dar idea del estilo absolutamente
diferente que adquiría la edificación. Una puerta enorme, de madera
labrada seleccionada por Cacho, lustrada de color caoba, daba acceso a la
sala espaciosa, de amplios ventanales, mezclándose los ambientes, como lo
quiere Wright. Respondía a su postulado estético: estar adentro como si
uno estuviera afuera. Las escaleras de madera conducían a los dormitorios
y a los balcones. Como habían previsto desde las ramas del ñandypá, éstos
miraban el río y el Chaco. Por las noches, la ciudad parecía una piedra
preciosa, vistiendo colores mutadizos, con el bello tiritar de la
audiencia nocturna. Carlos estaba contento. Siempre supo que el momento
llegaría.
No bien concluida la casa, se mudaron. Y comenzó el proceso
decorativo. El original de Goya en la blanca y áspera pared le daba una
prestancia inesperada. Las visiones surrealistas del chileno Nemesio
Antúnez agregaban misterio. Los xilograbados de Colombino parecían haber
nacido en las paredes. Unos bambúes de Wilfredo Lam -flora tropical cuasi
abstracta- dispensaban el exotismo, sin ser muy remoto al paisaje.
Fue fijado el 15 de agosto como día de la inauguración. Faltaba una
semana. Los lapachos estaban en floración. Desde los balcones del oeste,
junto a los jazmines de esencia sensual, la floración amarilla y rosada
concluía el contorno requerido. [31]
Carlos estaba de vuelta a La Asunción que siempre había pensado allá,
en Santiago. Era el 12 de agosto. Esa noche, Ana María, fatigada por las
labores intensas de la mudanza, se retiró temprano. También subieron los
chicos. Carlos se quedó escribiendo en la sala. No quería ir arriba, pues
le gustaba el ambiente de la sala, quizá más que ningún otro de la casa.
Pasaron las horas. En medio de un silencio delicioso. Carlos seguía
corrigiendo unas pruebas para Losada de Buenos Aires, cuando escuchó una
especie de rasguño seco que provenía, sin lugar a dudas, de la tela del
tajy de Samudio. Miró con detenimiento, pero no pudo detectar nada. El
cuadro no se había movido. Su rosado rabioso permanecía inmutable y
desafiante. Pero él escuchó el ruido. Un desgarro, un acto físico
evidente. «Casa nueva -pensó-; deben ser las maderas, que a veces se
agrietan». Y fue a dormir, subiendo lentamente la escalera, al lado del
comedor. Al pisar el último peldaño escuchó otro arañazo. En la casa todos
dormían. No hizo caso y fue a la cama. Durmió de un solo tirón. A la
mañana siguiente fue a la sala y no vio nada. No hizo comentarios, pues
era innecesario hablar de ocurrencias o rarezas. Ese día trabajaron todos:
a Rodrigo le mandó rastrillar el patio, a Jerutí y Jazmín les hizo fregar
la balaustrada de madera y a Verónica y Soledad las entretuvo con el piso
de baldosas rojas, que se obstinaban en no querer soltar las manchas que
habían dejado los albañiles. Desde la mueblería, por teléfono, Carlos los
controlaba cómo iba la limpieza. Por la tarde, trajo los sillones Breuer y
las sillas Barcelona que quedaron muy bien en la sala. Cenaron [32] poco,
la familia estaba agotada después del largo día. Carlos quedó de nuevo en
la sala, pues, lo apuraban desde Buenos Aires para que remitiera las
pruebas definitivas de su libro de poemas. Comenzó a llover. Una verdadera
tormenta tropical. Fue al balcón para entrar los sillones. Los relámpagos,
sucediéndose en cadena, iluminaban totalmente el patio. Sin desearlo, miró
hacia el ñandypá y vio un anciano sentado en un sillón. No tuvo miedo: ya
había visto fantasmas en Piribebuy. Como Rubén Bareiro, no sentía por
ellos el más mínimo temor. Pero era raro. Lo más impensado del mundo.
Después de un paréntesis de décadas, volvía a ocurrirle algo en la esfera
de lo sobrenatural. Y recordó aquella noche lluviosa, en que vio un bulto
amarillo que le hablaba desde la casa de Mc Mahon... Pero estos raros y
dudosos acaeceres, los guardaba para sí mismo. Se acordó que una vez su
amigo Rodrigo Godoi -que reside en Michigan- le había preguntado si creía
en fantasmas. Godoi estaba influenciado por la literatura del sur de los
Estados Unidos y quería creer en visiones extrafísicas. Y quedó extasiado
cuando Carlos, con lujo de detalles, le fue narrando con voz misteriosa su
episodio de la Cordillera...
Faltaban dos días para la inauguración de la casa. Ya tenía un
nombre: la llamaría La Alcándara, palabra árabe que designaba el pabellón
en que se mantenían las aves de cetrería, en especial los halcones. Eligió
la voz tanto por su eufonía como por su valor figurado. «Desde esta casa,
veremos volar las letras, arriba y encima del tiempo», decía. Y sonreía
misteriosamente. [33]
Siguió pensando en lo que vio debajo del ñandypá. «Tiene que ser una
ilusión óptica», se dijo. No volvió a escuchar ruidos al parecer, todo
había pasado. Se cuidó muy bien de no decir nada. ¿Para qué alarmar a la
gente?
* * *
Vinieron llegando los amigos a eso de las nueve de la noche. El
primer grupo en llegar fue el Pa'í Alonso, quien cayó con Yulí Troche.
Luego arribaron, en rápida sucesión, Justito Prieto, José María Gómez
Sanjurjo, Guido Parquet, Jose'i Laterza Parodi, José Félix Fernández
Estigarribia, José Antonio Bilbao, Osvaldo González Real, José Luis
Appleyard, Cacho Oddone... Después, un grupo de mujeres fue recibido por
Ana María y muchos otros invitados que no recordamos fueron llenando la
sala, el comedor y los amplios balcones. Desde afuera, y desde lejos, la
casa parecía un buque fantástico, avanzando por la noche en medio del río,
todo lleno de flores titilantes.
Carlitos Villagra y sus hermanas ayudaban a servir las bebidas y los
entremeses. A excepción del Pa'í Alonso -que pidió jerez «si lo hubiera»-,
los demás optaron por whisky y soda. Con el carrito lleno de vasos, cubos
de hielo y botellas de Cutty Sark (era el whisky preferido por los dueños
de casa), Carlos avanzaba. Al terminar de servir a Yulí Troche -que estaba
contando una historia de ruidos ensordecedores de camiones inexistentes en
su estancia del Chaco, de camiones que seguían rugiendo después de treinta
años de acabada la guerra-, [34] se dio vuelta Carlos, y en un sillón de
mimbre -que por cierto no podía pertenecer a la casa- estaba sentada la
misma imagen que vio la noche de la tormenta. Le extendió a Carlos la mano
y dijo:
-On the rock, please.
Carlos lo miró con fijeza y, sin alterarse, le preguntó:
-But, ¿who in the world are you?
El del sillón de mimbre, ahora en español con fuerte acento inglés,
le respondió pausadamente:
-Yo soy William Patterson. Usted edificó en mi bosque.
Tendrá que aguantarme a veces. Desde el tiempo de mi contrato con don
Carlos ando dando vueltas y a veces regreso por aquí...
Carlos lo miró con curiosidad y no contestó. Tomó un vaso del carro,
puso hielo con cuidado y sirvió el whisky...
* * *
Ricardo Mazó, desde el otro ángulo del living, el que daba al
comedor, miraba con atención. Parecía que Carlitos estuviera hablando
solo, haciendo gestos raros. Mazó lo siguió observando con cierta
extrañeza, pero después se olvidó del incidente. La velada siguió hasta
las tres de la mañana y concluyó con un maravilloso concierto de Sila
Godoy. [35]
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