Abelardo Castillo - Escritor Argentino - El Hermano Mayor - El Marica - Cuentos


El Hermano Mayor


-Lo malo es que a la larga ya no se siente nada -dijo el más corpulento, el de más edad-. Peor que eso. Estás esperando que termine de una vez. -Suspiró entrecortadamente; tres inspiraciones breves y rápidas. -Hasta te fastidia -murmuró.
-Sí -dijo él-. Supongo que sí.
El hermano mayor estaba sentado y él de pie. No eran parecidos.
-Hasta te fastidia --repitió el mayor.
El más joven le puso vagamente una mano sobre el hombro; por un momento dio la impresión de que iba a tocarle la cara. Fue algo tan fugaz que no se podía saber si realmente había querido tocarle la cara. Se limitó a posar una mano sobre el hombro del otro y a apretar suavemente.
-Calmate - dijo-. Es así; las cosas siempre son así.
-Sacate de una vez ese sobretodo -dijo el hermano mayor-. No se sabe si acabás de llegar o estás por irte.
-Acabo de llegar -dijo él-. También estoy por irme. El último tren a Buenos Aires sale a la una.
-¿Cómo sabés que hay un tren a la una?
Él se quitó el sobretodo y lo puso sobre el escritorio. No se sentó.
-Siempre hubo un tren a la una, ¿no? Y, como vos decís, en este pueblo no cambia nada.
-Nunca hubo un tren a la una. A la una de la tarde, sí; pero no a la una de la madrugada. Yo te voy a decir qué hiciste. Averiguaste el horario en la estación. No habías terminado de bajar del tren y ya estabas preguntando a qué hora tenías otro para volverte.
-No discutamos. No discutamos hoy.
-No estamos discutiendo: te estoy mostrando cómo sos. Y voy a adivinar algo más. Hasta sacaste el pasaje. Seguramente ya sacaste el pasaje, para no arrepentirte.
-No saqué ningún pasaje. -El que estaba de pie hizo una pausa. -Además, pensaba quedarme esta noche.
-Pensabas.
-Quiero decir que no sé por qué dije que me iba a la una.
-Yo sí sé -dijo el mayor-. Porque averiguaste el horario y porque sos jodido. Los tres siempre fuimos así: jodidos. En eso sí que nos parecemos vos y yo.
De alguna parte de la casa llegaban rumores apagados de voces y la vaharada de las flores.
-Él no era jodido -dijo el que estaba de pie.
-Era un vicio jodido. No se quejó en ningún momento. La gente, cuando le duele algo, se queja. 0 grita. 0 pide alguna cosa.
-De qué murió.
La risa del hermano mayor sonó ahogada y ambigua. Una risa profunda que culminó en un falsete como un quejido.
-Ésa sí que es una buena pregunta. Dios mío, de qué murió. El padre estuvo agonizando un año entero y él viene, antes da una vuelta por la noche del pueblo, entra en la vieja casa y pregunta de qué murió.
-Me hubieran avisado con tiempo -dijo él.
El otro, desde abajo, lo miró.
Un reloj de pared dio la campanada de las once y media. Los dos se quedaron un momento a la expectativa, como si esperaran otra.
-Mejor salgamos -dijo finalmente el mayor-. Vámonos al patio, o a caminar por ahí. El olor de esas flores marea. La casa entera tiene olor a pantano, a flores corrompidas. -Hablaba sin ponerse de pie. -Cuando eras chico, te acordás, siempre querías que te llevara al café de la estación. Un gran lugar, la estación. Y así, de paso, no perdés tu tren. 0 mejor vamos hasta el río.
-Para eso hiciste que me sacara el sobretodo -dijo el más joven.
El mayor se levantó. Era ancho y más alto que el otro. Grave e imponente, tenía el aspecto que debe tener un hermano mayor. Sólo que de pronto daba la impresión de estar relleno de lana. Parecía haberse quedado pensando en algo.
-¿Cómo?
-Si para eso me hiciste sacar el sobretodo.
-Usted suénese los mocos y de hoy en adelante obedezca a su hermano, como dijo el viejo esa noche. ¿Cuánto hace que la casa no olía de este modo?
-Les acompaño el sentimiento --dijo de pronto una vieja, junto a ellos.
-Váyase a la mierda -murmuró suavemente el mayor-. Gracias -dijo.
-Hace treinta años -dijo el más joven-. Yo tenía seis y vos once. Ni vos ni papá lloraban.
-Vos sí llorabas. Vos llorabas de veras como un huérfano. Límpiese esos mocos y obedezca a su hermano. Siempre fuiste medio marica vos. -Se rio bruscamente, un cloqueo forzado y cavernoso. -Siempre había que andar pegándole a alguien por tu culpa. ¿Por qué no vino tu mujer? Ella lo quería a papá.
Habían salido de la casa y ahora caminaban por la vereda. Una calle arbolada de naranjos. Desde algún lugar de la noche llegaba la música remota de un baile.
-No estaba. Ella no estaba en casa cuando me llamaron.
-Las mujeres lo querían, qué cosa tan rara. Sobre todo las mujeres ajenas. ¿Por qué no tuvieron hijos ustedes? El viejo siempre quiso tener un nieto.
-Te hubieras casado vos -dijo él.
-No digas pavadas -dijo secamente el mayor.
El menor lo miró de reojo en la oscuridad.
-Pavadas, por qué.
-El viejo, en cambio... Le tocaba el culo a la enfermera. Ese culo no se hizo en un ratito, decía, y se doblaba en dos de la risa, tosiendo y escupiendo el alma. No se hizo en un ratito. Hasta que se quedaba quieto, resollando con los ojos en blanco... Ella ha de madrugar mucho, tu mujer; yo te hice llamar a la cinco de la mañana... Se murió de dolor, ya que te interesa tanto saberlo. Era como ver agonizar a un buey, como si lo carnearan vivo. Se le reventó el corazón, por no gritar. Cuando lo abrieron no tenía pulmones, ni hígado, pero murió de un ataque cardíaco. ¿Cómo se puede saber lo que le pasa a un hombre si no te dice qué le pasa? ¿Cómo puede saber un hijo qué le duele al padre, si el padre, mientras se muere, les toca el culo a las enfermeras y se ríe? Era un viejo muy jodido, te lo juro.
En dirección a ellos venían tres o cuatro personas; la luz de un zaguán iluminó un ramo de flores blancas.
Ellos cruzaron la calle y cambiaron de vereda.
-Pero vos tuviste una novia -dijo el menor.
-¿En qué te quedaste pensando? Tuve, sí. Él me la quitó. Papá. Los encontré una tarde, a la siesta, en la cama grande. Yo había ido a Rosario por un asunto del juzgado, y volví antes. Ahí estaban, en la cama de mamá. No te preocupes: no me vieron. Quería tanto un nieto que casi se lo hace él mismo. No debiste dejar a esa chica, me dijo después, era una buena chica. Hubiera sido una buena mujer, se parecía a tu madre. ¿Qué se hace con un padre así?
-No llores -dijo él.
-Al final te fastidia, carajo.
-Esta calle está igual, hasta la música parece la misma. Una vez me llevaste a un baile.
-Un año entero muriéndose, hasta que uno termina por rezar para que se muera realmente. Nunca supe si le dolía algo. No se puede hacer eso, un hijo no merece eso. Qué te voy a llevar a un baile, nunca bailé.
-Me llevaste, era verano, pediste una naranjada con ginebra. Para el nene, dijiste, una bolita.
-¿Una bolita? Había una bebida que se llamaba bolita. Pero eso era antes de que naciéramos. Mamá nos contaba. Vos ni debés saber por qué le decían bolita.
-No sólo lo sé: me acuerdo.
-Por qué, a ver.
-Por la tapa. En vez de tapa, tenía una bolita de vidrio.
-Pero si ni siquiera yo vi ninguna. No puedo haberte pedido una bolita.
-La pediste. Seguramente fue una broma. Yo te veía tomar la naranja con ginebra y me parecías un fenómeno. Noches de Budapest: te apuesto a que ese fox-trot que están tocando se llama Noches de Budapest.
-¿Y Vos?
-Yo qué.
-Qué tomaste, vos qué tomaste esa noche.
-No sé qué tomé. Pero me acuerdo perfectamente de la bolita de vidrio.
Siguieron caminando en silencio. La primera vez que estaban en silencio desde que se habían encontrado.
-Gracias -dijo de pronto el mayor-. Ya estoy bien. Ustedes, a veces, tienen esas cosas.
-Me separé -dijo él-. Por eso no se enteró lo de papá.
-Con quién la encontraste.
-Con nadie. Ella me encontró.
-Pero vos la querías. Cuando estuvieron acá se veía de lejos que la querías. Y ella te miraba como si fueras de oro.
-Hace diez años que estuvimos acá. Fuera de este pueblo, el tiempo pasa en serio.
-Pero vos la querías.
-Claro que la quería, todavía la quiero. Eso qué tiene que ver.
-Nada, me imagino. En esto también sos hijo del viejo. ¿Vos sabías que él la engañaba a mamá?
Estaban sentados en uno de esos bancos de plaza que hay al frente de ciertas casas de pueblo. El reloj del Cabildo dio la medianoche.
-Cómo que la engañaba a mamá. Cuándo la engañaba.
-Cuando podía, y podía siempre. Lo supe a los diez años. Fue como lo de la cama grande pero en la cama del finado tío Carlos.
-¿Con la tía Matilde?
-No. O a lo mejor también con la tía Matilde, pero sobre todo con una de las mellizas.
-¿Las hijas de tía? ¿Con las dos?
-Con una. De cualquier modo eran idénticas: una, un poco más rubia. No te asombre que alguna noche las confundiera. El viejo nunca fue muy detallista.
-Pero con cuál.
-Qué sé yo con cuál, qué importancia tiene con cuál. Por eso tuvieron que irse del pueblo.
-Y vos cómo lo supiste.
-Te acabo de decir que los vi. Yo tendría diez años y esa noche él me llamó al escritorio. En los grandes momentos nos trataba de usted, te acordás. Usted es muy chico para saber qué es el amor. Yo la quiero a su madre, y eso es una cosa; pero hay muchas mujeres en el mundo, y eso es otra cosa. Lo importante era no confundir a las mujeres, que son muchas, con el amor, que es uno solo. Y que si mamá llegaba a enterarse él me cortaba los huevos. No le veo la gracia.
-Que te los cortó. Perdoname que me ría, pero te los cortó. Seguí, no me hagas caso.
-Estás despertando a los que duermen. Si es que duermen. Estos bancos dan siempre a una ventana, detrás de la ventana siempre hay un solterón insomne o una vieja que teje en la oscuridad o un viejo marica que no sabe qué hacer de su vida. Ponen bancos para que los que andan de noche por la calle se sienten y hablen.
-Contame algo de mamá.
-Mamá era mamá No tenía historias.
Se pusieron de pie. Un pájaro sobresaltado o un murciélago chocó contra el farol de la esquina. La luz se apagó durante un instante pero volvió a encenderse de inmediato. El mayor se había tomado instintivamente del brazo del otro. O tal vez lo había tomado del brazo.
-Puedo quedarme, si querés.
El mayor se detuvo, sin soltarlo.
-Qué cosa rara estás pensando.
-Yo, nada. Pero es cierto, cuando venía en el tren pensé que yo también estoy un poco solo.
El hermano mayor lo soltó.
-Vos también. ¿Y quién es el otro? ¿O hablás en general, o estás hablando de la gente? Vos y yo no podemos vivir juntos.
-No dije quedarme a vivir.
-Ya sé lo que dijiste. Hablame del baile.
-Qué baile.
-El baile al que te llevé. El baile de la bolita.
-Ya te lo conté. Me acordé por la música.
El más joven se detuvo y giró la cabeza, desconcertado. Sólo se oía el paso del viento entre las ramas. La música ya no se oía.
-Cambió el viento -dijo el mayor.
-Qué raro oír eso. Oír que ha cambiado el viento. En las ciudades nadie dice una cosa así. Nadie se da cuenta cuando cambia el viento.
El que se detuvo ahora fue el hermano mayor. En la oscuridad del empedrado se oyeron, lentos, los cascos de un caballo.
-Estás de suerte. Aunque no quieras creerlo, eso que viene allá es un mateo. ¿Cuántos años hace que no ves un coche a caballo? Te invito. Quién te dice que no es el último mateo del mundo.
-No tenemos tiempo.
-Cómo que no. Tenemos casi media hora.
-Antes de irme, quiero verlo.
-No queda mucho para ver. Haceme caso. No hay que mirar a los muertos. Cuando se mira a un muerto, en realidad es la muerte la que nos mira. Mejor recordalo como al baile y a la botella de bolita. Vamos. Te llevo a la estación.
FIN




Cortometraje "El Marica"
cortometraje basado en el cuento "El Marica" de Abelardo Castillo.
Ficha Técnica: Dirección: Tomás Flichman Cámara: Federico Bal Asistente:
David Gabella Levy Sonido: Mariano Patrucco Arte: Alan Endler
Producción: Mariela Rubín Edición: Tomás Flichman.






El Marica

Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo como fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Sólo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez, dijo con voz de flauta: "adiós los novios". A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
-Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
-Soltame  -dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
-Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
-Es un marica.
-Déjense de macanas. Qué va a ser marica.
-Por algo lo cuidás tanto...
Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que v alía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.
-César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
-¿Con los muchachos?...
-Sí. Qué tiene.
-Y bueno, vamos.
Porque no sólo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
-Abelardo, vos lo sabías.
-Callate y entrá.
-¡Lo sabías!
-Entrá, te digo.
El marido de la gorda, gran dote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados  como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.
-Debe estar sucia.
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
-Pasa vos, Cacho.
-No, yo no. Yo después.
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos  . Salían no sé, salían hombres. Si, esa era la impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
-¿Dónde está César?
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el alemán -un ademán que pudo ser idéntico al del negro- se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto  yo estaba fuera del rancho. 
-Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
-Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fué.
-Agarró pa ayá -con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
-Lo sabías. 
-Volvé.
-No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
-Volvé, ¡Animal!
-Por Dios que no puedo.
-Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara  iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
-Bruto -dijiste-. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor  que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
-Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros.
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.


FIN

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