Abelardo Castillo -

Abelardo nació en San Pedro (Prov. de Buenos Aires) el 27 de marzo de 1935. Comenzó a publicar cuentos hacia 1957 –Volvedor ganó un premio en el concurso de la revista Vea y Lea en 1959, siendo jurado Borges, Bioy Casares y Peyrou– Fundó El Grillo de Papel, continuada por El Escarabajo de Oro, una de las revistas literarias de más larga vida (1959-1974) en la época, caracterizada por su adhesión al existencialismo, al compromiso sartreano del escritor.

Su primera obra de teatro, El otro Judas (1959), reitera el problema de la culpa que asume el traidor del Nazareno, tal vez como un secreto instrumento de Dios, quizá desde el acto existencial de la responsabilidad de un hombre por todos los hombres. Culpa y castigo que son tema de numerosos cuentos de este narrador, un hilo conductor por los arrabales, las casas, los boliches, los cuarteles, las calles de la ciudad o de pequeños pueblos de provincia, donde sus personajes llegan, por lo general, a situaciones límite. No son pocas las veces que parecen concurrir a una cita para dirimir un pleito con su propio destino. La fatalidad de los sucesos hace recordar a Borges, una de sus devociones, de quien toma a veces cierta entonación criolla y distante. En otros cuentos, largos períodos apenas puntuados por la coma, aluden a la violencia, al vértigo de las imágenes, al vivir en tensión de sus criaturas. Algunos relatos incursionan en el delirio y lo fantástico y son secretos homenajes a Poe, a quien Abelardo Castillo transformó en personaje teatral en Israfel, obra premiada por un jurado internacional y que tuviera aquí un largo éxito.

Dirigió también la revista El ornitorrinco (1977-1987). Algunos de sus cuentos fueron traducidos al inglés, francés, italiano, alemán, ruso y polaco.


Cuentos:

Las otras puertas (1961, Premio Casa de las Américas)
Cuentos crueles (1966)
Los mundos reales (1972)
El candelabro de plata
Las panteras y el templo (1976)
El cruce del Aqueronte (1982, Premio Municipal)
Las palabras y los días (ensayos, 1989, Premio Municipal)
Las maquinarias de la noche (1992)
Muchacha de otra parte
Cuentos Completos (1998)
La que espera


Novelas:

La casa de cenizas (1968)
El que tiene sed (1985, Premio Municipal)
Crónica de un iniciado (1991)
El Evangelio según Van Hutten (1999)
Capítulo 1
crítica en La Nación
Crítica en Clarín



Teatro:

El otro judas (1959, 1er. Premio Festival de Teatro de Nancy en 1964)
Israfel (1964, 1er. Premio Internacional de la UNESCO)
Tres dramas (teatro, 1968)





Haciendo el amor con la literatura



por María Esther Gilio

Abelardo Castillo, a quien Sábato, Bioy y Cortázar consideraron uno de los grandes de la literatura argentina, pasó por Montevideo para hablar sobre "El escritor latinoamericano en la posmodernidad". BRECHA dialogó con él sobre la literatura, especialmente la suya.






Nacido en San Pedro (República Argentina), en 1935, es autor de varios libros de cuentos (Las otras puertas, Cuentos crueles, El cruce del Aqueronte, El otro judas, Las maquinaciones de la noche) y novelas (El que tiene sed y Crónica de un iniciado).

-Frente a las discusiones -muy vivas en los últimos años- sobre qué es la literatura me pregunto qué vigencia tiene hoy la respuesta que diera Sartre hace medio siglo.

-Nosotros los escritores, ya en los años sesenta, habíamos visto que en la literatura de ficción no cabía el compromiso. La exigencia del compromiso era para el hombre que creaba esa literatura, pero la literatura en sí misma no debía someterse a ningún compromiso. Cortázar fue un hombre profundamente comprometido, y su mejor obra es totalmente ajena a todo compromiso.

-Onetti consideraba que la mejor obra de Sartre era La náusea. "¿Qué compromiso hay en La náusea?", decía.

-Creo que con Sartre se produjo una gran confusión a partir del momento en que dijo: "Frente a un chico que se muere de hambre, La náusea no tiene peso". A partir de ahí vino la adhesión de la mayoría de los intelectuales al compromiso expresado en la propia obra. En verdad no se trataba de que la literatura, las matemáticas y la música no tuvieran peso, sino que su obra, enfrentada a un niño muerto de hambre, no la tenía. Y detrás de esa afirmación lo que había era una posición ética sobre su propia responsabilidad como escritor y no sobre la literatura en general. Creo que en Qué es la literatura muchos capítulos deberían volver a leerse. Roland Barthes, poco antes de morir, dijo que en los próximos años Sartre volvería a ser leído con interés.

-Y Barthes era uno de sus discípulos rebeldes.

-Muchos capítulos -acerca del lenguaje, por ejemplo, y acerca de la ficción- siguen siendo válidos.

-Leopoldo Marechal, refiriéndose a su obra, ha dicho "es un narrador sin dejar de ser poeta". Y usted mismo completa esta idea cuando dice: "Escribir ficciones es ante todo un acto poético".

-Aristóteles decía, y Marechal lo repetía con frecuencia, que todos los géneros de la literatura son en realidad géneros de la poesía. Y examinando la obra de los grandes escritores que no escriben en verso encontramos zonas que pertenecen a la poesía.

-¿Qué es la poesía para usted?

-No es un género, no es escribir versos, es una actitud frente al mundo. Cuando uno lee novelas como El gran Meaulnes, de Alain Fournier, está ante un objeto poético. El Adanbuenosayres, de Marechal, está atravesado en todo sentido por la poesía. Los cuadernos azules, de Adán, son la obra de un poeta que escribe en prosa.

-Pensemos un poco en Jorge Luis Borges.

-Yo no creo que Borges sea un gran poeta cuando escribe en verso, gran poeta en el sentido en que lo son Vallejo o Neruda. Siempre hay en su poesía algo de prosista, de hombre que sabe escribir verso, pero que no es poeta. Sin embargo, hay zonas de su prosa que son hondamente poéticas.

-¿Cuándo podemos decir "he aquí un poeta"?

-Yo diría que el poeta lo es por su manera de situarse ante el mundo.

-Quiere decir que el poeta ve...

-El ojo que no está. Picasso pintaba los dos ojos aun cuando la figura estuviera de perfil. Ese ojo no está en la cara que se ve, pero existe. Un poeta, y un escritor en serio, es el que ve todos los ojos. Aquellos que, aunque no se ven, están. En la realidad o en los sueños. Hace poco me hizo reír una frase de Borges: "¿por qué tengo que creer que un subsecretario es más real que un sueño?".

-Hace muchos años yo lo entrevisté y usted me regaló su libro de cuentos El cruce del Aqueronte. Cuando empecé a leerlo me enfrenté a cantidad de pequeñas correcciones. Algunas ínfimas. Pequeñas tachaduras que hacían desaparecer palabras y terminaciones en mente. Flechitas muy prolijas que conducían de palabras tachadas a sinónimos.

-Es casi como verlo a uno en ropa interior.

-Tratándose de un escritor es más divertido que eso. Luego, mucho tiempo más tarde, usted dijo en una entrevista: "Al modelo ideal no se llega nunca". Entonces imaginé el encarnizamiento de un escritor que persigue el cuento que imaginó. Aun después de publicado, criticado, leído. Y también pensé en esos escritores que dicen:"después que termino el cuento, o la novela, ya no me pertenece".

-Sí, es verdad. Yo nunca siento que lo hecho está terminado. Y no creo que la corrección pertenezca a la retórica. A lo que trivialmente llamamos literatura. Paul Valéry tocó este tema de la corrección. El decía que se trataba de algo que uno hacía en uno mismo, llevado por la pasión de acercarse a un modelo ideal al que nunca se llegará. Esto pertenece menos a la literatura que a una zona metafísico-poética. "Es un acto ético, más que estético", decía Valéry. En definitiva se trata de aproximar ese original todavía indeciso, que está entre el ser y el no ser, al modelo ideal que uno tiene en la cabeza mucho antes de sentarse a escribir.

-Si eso es así, ¿cómo se decide el escritor a entregar su trabajo al editor? ¿Cuándo?

Abelardo Castillo cierra los ojos como si una montaña de pesadumbre se hubiera abatido sobre su cabeza.

-Sólo por cansancio, hay un momento en que no se puede más -dice, transformando su pesar en carcajada-. Ay, ay, finalmente llega un día en que se pone todo en una carpeta y se lleva al editor.

-Lo cual no quiere decir que todo acabó.

-No, claro que no. Se trata de algo que sólo acaba con la muerte, perdón por lo teatral de la frase. Borges tiene una corrección que es ilustrativa. En la primera versión de un poema decía: "Y fue por este río con trazas de quiyango que vinieron las naos a fundarme la patria". Y luego de hecha la corrección: "Y fue por este río de sueñera y de barro que vinieron las proas a fundarme la patria".

-Esta versión es más fuerte.

-No sólo más fuerte. Quiyango es una especie de poncho indio, bastante alejado de nosotros.

-Cambia algo metafórico por algo muy real: "sueñera y barro".

-Además "naos" es una palabra griega muy retórica, que a nosotros nos hace pensar en La Ilíada.

-Proas es mucho más corpórea.

-Uno puede ver a las naves que, cortando el agua, se dirigen hacia la tierra donde se levantará la ciudad. Cambios así no se hacen sólo para embellecer el texto, sino para darle el sentido que uno quiere que tenga.

-Faulkner decía que si un día llegaba a alcanzar esa perfección, ese ideal al que cada vez que escribía aspiraba, sólo restaba cortarse la garganta.

-Por eso mejor no alcanzarlo nunca. Recuerdo a Bioy, que hablando del deseo de bellas mujeres, decía: "lo terrible es que esos deseos ¡ay! a la larga se cumplen".

-Usted, que ha escrito cuento y novela, dice: "con el cuento se tocan ciertos límites de la palabra". ¿Por qué con el cuento, y no con la novela o la poesía?

-Con la poesía también se tocan esos límites, no con la novela. La novela da espacio para contar hechos, contar lo que sienten los personajes, dar una visión del mundo. Thomas Mann, Dostoievski son ejemplos. En el cuento nada de eso importa: hay que encontrar la palabra justa en el momento justo.

-Cuando un escritor se dispone a escribir, ¿cómo decide la forma que deberá tomar esa historia que tiene en la imaginación? ¿Cómo decide si debe hacer un cuento o una novela?

-Para mí, y creo que para cualquiera que se disponga a escribir, es imposible pensar en un cuento si no se tiene el final. Ningún cuentista cuenta algo sin saber adónde va.

-Es como si dijéramos: el futuro determina el presente. Es decir, ese final que ya conocemos irá decidiendo los pasos a dar.

-Claro. Es así que ocurre, exactamente así, mientras que en la novela pasa lo contrario. Hay algo que va a suceder, que no está muy claro. La situación es vaga, brumosa. El camino se irá haciendo al caminar. En el cuento hay algo que ya sucedió y toda dispersión conspira contra su belleza. En el cuento el final es esencial y el cuentista no puede dispersarse en cosas que no hacen a la anécdota central. Cuando un hombre se cae en la calle, el novelista piensa "de dónde vino", "qué va a hacer cuando se levante". El cuentista lo único que piensa es "¿por qué se cayó?". Son actitudes inversas frente a la realidad. Uno se pregunta ¿por qué pasó? y el otro ¿qué va a pasar?

-A veces los escritores dicen cosas que no resultan muy creíbles. Dicen por ejemplo: "yo tenía pensado que Martín se enamorara de Manuela, pero se enamoró de Margarita. O decidió irse al Africa o se hizo homosexual. El personaje no me obedece", dicen. No sé cómo puede pasar eso. No termino de entenderlo, pienso que mienten.

-Sin embargo pasa. Le cuento. Me pasó en Crónica de un iniciado. Había un personaje que yo detestaba, una especie de cornudo consciente, el doctor Cantilo. Cuando estaba terminando la novela empecé a sentir que ese personaje me estaba pidiendo una especie de vindicación.

-Usted lo despreciaba porque sabía que la mujer lo engañaba y él aceptaba el engaño.

-Sí, hasta que descubrí que las razones por las que él permitía el engaño eran razones de amor. Yo lo trataba con desdén pero él había crecido y se había puesto por encima del protagonista, por encima del hombre con quien su mujer lo engañaba.

-Hay que convenir que habla de Cantilo de una manera tal que no me extrañaría que esta noche lo llamara por teléfono.

-Ah, claro que me gustaría llamarlo.

-En este momento tenemos dos cosas claras. Un aspecto de la relación autor personaje y la seguridad de que Crónica de un iniciado sólo podía ser una novela.

-Sería peligrosísimo que en un cuento se diera un cambio así. Un cuento no tiene espacio para semejante cambio.

-En su obra hay unos cuantos personajes alcohólicos. Uno termina pensando que el tema le interesa mucho y también preguntándose si no fue usted mismo el personaje de esa historia. Entre otras cosas por la simpatía y comprensión con que trata a esos alcohólicos. Ese Esteban de El cruce del Aqueronte, que viaja hacia Concordia para dar una conferencia sobre el arte de no sé qué, y no para de beber durante 20 horas, es tan inteligente, tan buen mozo.

Abelardo Castillo, se ríe a carcajadas y pide otro café sin dejar de reír.

-El narrador se describe parecido a Montgomery Clift -dice finalmente.

-Ese cuento luego pasó a ser el capítulo segundo de su novela El que tiene sed. ¿Ahí también el alcohólico tiene que ver con usted? ¿Y el manicomio y la Sirenita?

-El manicomio no, nunca estuve en el manicomio. Pero lo demás sí.

-Desde que tocamos el tema me estoy preguntando si aún es alcohólico.

-¿Y qué se responde? -Que dado los libros que escribió, y las conferencias que a veces da, no puede ser.

-Dejé de tomar hace 22 años. Yo, más que alcohólico, era dipsómano. No tomaba todos los días. Podía tomar durante tres meses, casi como un suicida. En una tarde una botella de whisky, por ejemplo, y luego dejar de tomar durante otros tres meses.

-Lo que usted tomó en ese viaje a Concordia...

-Lo que tomó Esteban -dice con aire serio. Y luego riendo-: Sí, tomé como un condenado. Un día leí un artículo sobre Edgar Poe, Dylan Thomas y Malcom Lowry donde decía que lo raro no era que los tres hubieran muerto a los 40 de delirium tremens sino que no hubieran muerto diez años antes. Yo paré a punto de cumplir 40. Hacía cuatro años que vivía con Silvia, mi mujer -dice, echando una breve mirada a Silvia, que en la mesa de al lado lee, toma café y de vez en cuando nos sonríe-, pero Silvia no me creía.

-No le creía, pero lo bancaba.

-Me bancaba. Yo tenía la seguridad de que iba a dejar de un día para otro. Como mi abuelo, que durante su juventud había tomado muchísimo, y le dijo a mi abuela que dejaría de beber cuando naciera su primer hijo varón.

-La abuela muy feliz de ser la responsable de sus borracheras.

-Eso es. La cosa era que tenía más y más mujeres hasta que un día nació el varón. Ahí se pasó una semana borracho, fuera de la casa, y nunca más tomó.

-¿Y usted cómo dejó? -Era en el verano de 1974. Estábamos con Silvia en San Pedro, en un baile, y yo tomaba como para matarme ya. Silvia me miraba con la misma dulzura que hoy, pero con un leve reproche. Yo le dije: "quedate tranquila, ésta es la última vez". No me creyó, nadie me creía. Fue la última vez.

-Usted es frecuente personaje de sus cuentos. Aparece como Castillo o Abelardo o "el escritor". Uno sabe, por algo que dice, que ese escritor es usted. No hay escritor que no se refleje en lo que escribe. En ese sentido lo que usted hace es lo corriente. En cambio, no es corriente que el escritor deje ver al lector los hilos que lo unen al personaje. ¿Qué persigue con eso?

-Nunca pensé en eso, no sé. Ahora, cuando yo hablo de Abelardo o de Castillo, tenga la seguridad de que eso que cuento ni remotamente me sucedió.

-Entonces usted no es el personaje de "El marica".

-No. Tal vez lo que quiero cuando hago eso es darle al cuento mayor verosimilitud. En cambio Esteban Espósito, del que ya hablamos, no se llama ni Abelardo ni Castillo pero sí soy yo. Ese cuento está basado en un hecho real. De pronto me desperté en un ómnibus pensando: "¿adónde voy?". Y, vaya adónde vaya, "qué voy a hacer".

-El alcoholismo es un tema que evidentemente le interesa y podemos suponer por qué. Otro tema es la traición.

Abelardo Castillo queda en silencio. Mira la mesa, mira a Silvia. Sonríe.

-Daniel Moyano y Clarice Lispector dicen que escriben para entender. ¿Podría ocurrirle lo mismo?

-Probablemente sí. Tal vez lo que quiero es saber. Pero además si lo llevo a mi biografía saltan otras cosas. Soy hijo de un matrimonio separado. Mi madre se fue de casa, yo era un niño y durante muchos años vi eso como un abandono y también como una traición. Y tal vez, como dice Daniel Moyano de sí mismo, quiero saber, quiero entender. No sé. Pero es verdad que la traición es algo que recorre casi toda mi literatura. Y, yo diría, buena parte de la literatura argentina.

-A Borges el tema lo persigue.

-En Borges es permanente. En Roberto Arlt también. Recuerde El juguete rabioso. Y en el Martín Fierro, ¿qué es Cruz sino un traidor? El traiciona a sus propios compañeros, a los que están en la partida, y se queda con Martín Fierro. Es cierto que se trata de una traición ética y que después él encontró el honor, la dignidad y la amistad. Pero esa dignidad y esa amistad parten de un acto de traición.

-Después de leer "La fornicación es un pájaro lúgubre" uno se pregunta por qué no usa más el humor. Es muy gracioso. La frase sobre la fundación de Buenos Aires me hizo llorar de risa.* Cuénteme la vinculación entre la muerte de Henry Miller y ese cuento; vinculación que aparece insinuada en el propio cuento.

-Me llaman de Clarín porque acaba de morir Henry Miller y me dicen que escriba algo. Yo soy buen lector de Miller, el cual me interesa no sólo por su posición frente al sexo sino frente al mundo. Contesto que me dejen pensarlo y llamo a mi amigo Bernardo Jobson, devoto de Miller, que me dice: "¿Sabés qué habría que hacer hoy? No cobrar en ningún hotel alojamiento de Buenos Aires, poner en las puertas carteles: 'Hoy se fornica gratis'". Y ahí se le ocurre una especie de cuento vinculado a Henry Miller, que no escribe. A partir de lo cual a mí se me ocurre otro, vinculado a aquél, pero distinto, que escribo y es ese que usted leyó en el que el protagonista, al enterarse de la muerte de Miller, decide que no puede dejar en banda a esa chica muy joven con la que está relacionado afectivamente y que no conoce el orgasmo.

-Y decide matarse para hacérselo conocer.

-Eso mismo, matarse sobre esa cama hasta que lo conozca.

-Usted dice algo sobre la lucidez que no es muy compartido por otros escritores. Dice que es necesario estar lúcido mientras se escribe. Recuerdo, por ejemplo, a Carson Mc Cullers hablando de esa semilla que crece en la obra, a influjo del inconsciente. Es decir que no propone el control sino cierta despreocupación. ¿Será que no tiene mucha confianza en su inconsciente?

-Tengo una gran confianza en mi inconsciente, pero esto tiene que ver con lo que ya hablamos sobre el cuento y la novela. Carson Mc Cullers es esencialmente una novelista y en la novela -no en el cuento-, sólo se puede confiar en el inconsciente y dejar que la obra vaya creciendo. De cualquier manera, aun en la novela, cuando el texto está construido, y comenzamos la corrección, hay que recurrir a la lucidez para resignificar o exaltar determinados momentos. Durante la corrección de la novela sólo se puede estar lúcido. Para mí éste es el verdadero momento de la escritura: cuando se tiene ya la materia y se procede a su forma definitiva. Comparto aquello que decían los griegos: "la estatua ya está en el mármol".

-Me imagino que es feliz escribiendo.

-Cuando escribo cuentos sí. La novela me produce una gran desazón. Ese no saber bien hacia dónde va uno.

-¿Y si tuviera la posibilidad de ser feliz de otra manera? ¿Si le garantizaran eso: ser muy feliz sin escribir?

-Primero, creo que eso que llamamos felicidad no existe. Hay momentos parciales, que son esos que a veces tratamos de rescatar con la literatura -dice, y se sumerge en una larguísima explicación sobre el amor, la muerte, la felicidad, la creación, la plenitud. Y otra vez el amor, hacer el amor, compartir una charla con un amigo querido. Todo lo cual sintetizado sin piedad, como sintetizan los periodistas, quería decir: "No concibo el mundo sin la literatura".

* Esa frase dice: "Es una mañana gris como la que hace cuatrocientos años le inspiró a don Pedro de Mendoza la gigantesca broma de llamarle Buenos Aires a este pantano".




CUENTOS COMPLETOS
LOS MUNDOS REALES


TODOS MIS CUENTOS
los ya escritos y los que aún quedan por escribir
pertenecen a un solo libro incesante y a una mujer

A SYLVIA
quien le dio a ese libro el nombre que hoy lleva

LOS MUNDOS REALES




Las otras puertas
a Bettina



I. Los iniciados

También yo he sentido la inclinación a
obligarme, casi de una manera demoníaca,
a ser más fuerte de lo que en realidad soy.
SOREN KIERKEGAARD




La madre de Ernesto
Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza  –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano.

Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba.
Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva. Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo
de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un
rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?

Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular
virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:

–¿Por dónde anda Ernesto?

En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:

–¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?

Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.

–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.

–Si no fuera la madre... No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.

–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.

Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y
alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia;
no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una
provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –
quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado
seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio
para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de
todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo
lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria:
a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y
entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenes miedo –dije yo.
–Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos
iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el
estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía
ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los
ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban
los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se
pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que
yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.

Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé.
Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba
limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos
habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre
de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a
carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un
escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo,
nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la
rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos
miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también
se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llévalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al
subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa
que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha
gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa
pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz
muy baja.
–Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo,
nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido,
agregó:
–¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos
serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un
cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y
puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me
ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de
hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después,
un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella.
Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes,
cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos
quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una
sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en

la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y
caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era
oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de
golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí
se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los
tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber
con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una
expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o
incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con
miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.






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