Colombia - Letras - Música - Pintura - Paisaje - Parte # 1

Quarteto Colombiano
Fernando Botero
Fernando Botero Angulo es un pintor, escultor y dibujante colombiano nacido el 19 de abril de 1932 en Medellín (Antioquia). Considerado el artista vivo originario de Latinoamérica más cotizado actualmente en el mundo. Ícono universal del arte, su extensa obra es reconocida por niños y adultos de todas partes por igual.
De pequeño fue inscrito en una escuela de toreros de la ciudad de Medellín (noroeste de Colombia) a petición de un tío, quien no se imaginaba que su verdadera vocación era la pintura; es de notar que en este período hizo su primera obra, una acuarela de un torero. Una vez que su familia comprendió su vocación, Botero realizó su primera exposición en su ciudad natal (Medellín) en 1948.
Ese mismo año, Botero se trasladó a Bogotá para la inauguración de la Exposición de artistas Antioqueños en donde presentó dos de sus acuarelas. De regreso a Medellín, realizó ilustraciones para uno de los periódicos locales (El Colombiano), lo que le acarreó la expulsión del plantel en el que estudiaba ya que sus dibujos eran considerados como obscenos.
Una vez terminados sus estudios secundarios en 1950, Botero se instala en Bogotá (1951), ciudad en donde tiene contacto directo con los intelectuales colombianos más importantes de la época. Ese mismo año, Botero realiza dos exposiciones consecutivas en la galería Leo Matiz; en una de sus exposiciones, obtiene el premio del IX Salón de Artistas Colombianos ofrecido por la Biblioteca Nacional de Colombia.
Con el dinero recibido por el premio y con la venta de algunas de sus obras, Botero decidió ir para Europa. Es así como llegó a Barcelona en 1952. Luego Botero decidió trasladarse a Madrid, cuidad en la que visitó el museo del Prado, donde vio más de cerca la obra de Francisco de Goya y Velázquez
Tras su regreso de Italia en 1955, este artista decidió hacer una exposición en Bogotá de las obras realizadas en Europa, de las cuales obtuvo muchas críticas pues en ese momento el país estaba influido por la vanguardia francesa, lo que le acarreó casi un fracaso completo.
Luego de esta amarga experiencia, Botero decidió casarse con Gloria Zea, con quien en 1956 partió a Ciudad de México. Fue justamente allí que Botero descubrió y jugó con el volumen de los cuerpos. Un año después, expuso por primera vez en Nueva York: el éxito comenzaba a acompañarle. Fernando Botero logró intensificar sus batallas personales, sus combates lienzo a lienzo, del arte contra el tiempo y de la belleza contra la muerte.
Botero regresó a Bogotá y en el año de 1958 fue nombrado docente de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia; además, ganó el segundo premio del X Salón de Artistas Colombianos con su obra La alcoba nupcial. Ese mismo año expuso en Washington, en donde logró vender todas sus obras el mismo día de la inauguración.
Con Gloria Zea, Fernando tuvo tres hijos: Fernando, Lina y Juan Carlos, nacido el mismo año en que decide separarse de su primera esposa.
En 1960, Botero regresó a Nueva York para instalarse. Una vez allí, alquiló un pequeño apartamento donde vivía modestamente pues acababa de separarse de su esposa; además, sus obras no tenían mucho éxito pues los gustos neoyorkinos de la época cambiaban rápidamente, y ahora la abstracción mandaba la parada.
Fue entonces cuando, en 1961, Botero logró vender La Mona Lisa a los doce años al Museo de Arte Moderno de Nueva York. Luego de haber encontrado su serenidad económica, Botero se casa de nuevo.
En 1963 cambió su residencia al East Side y alquiló un nuevo estudio en Nueva York. Es allí donde surgió su estilo plástico en muchas de sus obras de este período con colores tenues y delicados. Su pasión por Rubens se deja ver en sus obras.
A comienzos de 2008, Fernando Botero recibió el Doctorado Honoris Causa de manos de la Universidad Autónoma de Nuevo León, en la ciudad de Monterrey (México). Igualmente, presentó por vez primera en esta ciudad su colección de pinturas sobre "Abu Ghraib" y su enorme escultura en bronce titulada "Caballo".
En 1966 fue organizada en Alemania su primera exposición en Europa. Una nueva muestra en el Milwaukee Art Center recibió críticas ampliamente positivas. Es así como este artista empezó un período de muestras y exposiciones entre Europa, los Estados Unidos y su patria, Colombia. En 1969 expuso en París; fue a partir de ese momento que Botero empezó un peregrinaje por todo el mundo en busca de inspiración; se movía continuamente de Bogotá a Nueva York y a Europa.
En 1970 nació en Nueva York su hijo Pedro Botero, comúnmente llamado Pedrito; paralelamente, su fama mundial aumentaba cada vez más y lo convirtió en ese entonces en el escultor viviente más cotizado del planeta. En 1974, cuando su hijo apenas tenía cuatro años, Botero tuvo un accidente de tránsito en España, lo que le costó la vida a Pedrito.
La muerte de su hijo dejaría trazos en la obra de Botero que, a partir de ese momento, comenzó a tener cambios profundos, considerados por la crítica como huellas de la pérdida de su hijo. Además, su matrimonio con Cecilia Zambrano no superó la prueba de la pérdida de Pedrito, y Botero se separó por segunda vez.
Un año antes, él se había instalado en París y comenzado a trabajar la escultura. En 1976 Botero hizo una donación de dieciséis de sus obras al Museo de Antioquia, que le consagró una sala permanente para sus obras, la sala Pedrito Botero.
Desde 1979, cuando la primera retrospectiva de Botero fuera presentada en el Hirshhorn Museum [1] de Washington, sus exposiciones a través del mundo no se detuvieron. En 1983 Botero se trasladó a Pietrasanta en Toscana (Italia), un pequeño pueblo famoso por sus fundiciones, lo que para Botero significaba la continuidad de su obra escultórica. Al año siguiente, Botero hizo una nueva donación al Museo de Antioquia. Esta vez se trataba de una serie de esculturas que también encontraron lugar en una nueva sala permanente dedicada a Botero en el museo.
A partir de 1983, Botero comenzó una serie de exposiciones a través de todo el mundo que aún hoy no acaba. Es así como sus obras son expuestas y por supuesto conocidas en ciudades como: Londres, Roma, San Francisco, Filadelfia, Boston, Chicago, Basilea,Buenos Aires, San Juan de Puerto Rico, Berlín, Múnich, Fráncfort, Tokio, Milán, Nápoles, París, Montecarlo, Madrid, Moscú, Viena, Ciudad de México, Monterrey , Caracas, entre muchas otras ciudades que no se alcanzaría a mencionar, pues su obra ha pasado por la mayoría de países europeos y americanos.
Botero es uno de los pocos artistas (por no decir el único), que se ha dado el lujo de exponer sus obras en varias de las avenidas y plazas más famosas del mundo, como los Campos Elíseos en París, la Gran Avenida de Nueva York, el Paseo de Recoletos de Madrid, la Plaza del Comercio de Lisboa, la Plaza de la Señoría en Florencia y hasta en las Pirámides de Egipto.
Desde sus inicios, Botero ha recurrido a escenas costumbristas, inicialmente, con una pincelada suelta de colores oscuros (con ocasionales contrastes fuertes) cercana al expresionismo y, desde finales de los sesentas, ha recurrido a una pincelada cerrada, con figuras y contornos más definidos.
Después de su viaje a Italia, Botero inició su exploración volumétrica sincretizando las búsquedas propias del quatroccento italiano con ciertos elementos característicos del arte de las culturas mesoamericanas (que conocería en México). Así mismo, es perceptible la influencia de ciertos autores modernos como el mexicano José Luis Cuevas y de grupos de artistas como los naïf (fr: ingenuo), especialmente acogidos en los países caribeños. Esto derivaría, muy posteriormente, en su obra actual, caracterizada por una figuración distorsionada volumétricamente, en donde prima lo compositivo y lo formal por encima de lo conceptual.
A la orilla de esa carretera del arte contemporáneo, Botero ha instalado durante cinco décadas una escuela de arte con un graduado: él mismo.
En su obra reciente, Botero ha recurrido temáticamente a la situación política colombiana y mundial. Por ejemplo, la serie sobre "Abu Ghraib" está compuesta por 78 cuadros que tratan de representar los horrores de la tortura y de la guerra, relacionada con la invasión de los Estados Unidos a Irak, y los sucesos de la Prisión de Abu Ghraib a partir de las declaraciones de las personas allí torturadas.

En una tarde imborrable, un animal de 300 kilos le espantó de una sola embestida su sueño de torero. Más tarde su gusto, todavía incipiente por la acuarela, lo puso en el camino de una ilusión utópica: ser pintor. Así, para recorrer ese destino, hubo de enfrentar el escepticismo de los demás, pues salvo Flora Angulo, por intuición materna, y el tío Joaquín, por un inmenso afecto, nadie más creyó en sus dotes de artista. Antes de cumplir los veinte años salió de Medellín, una ciudad encerrada entre montañas que preservaba su aire provinciano, y cuyas casas de techos de teja cocida conservaban, detenidos en el tiempo, amplios patios interiores, sus corredores adornados con geranios y su hilera de cuartos en galería hasta donde llegaba el aroma de , azahares de los naranjos del solar. Las familias se reunían a la hora del almuerzo, había tiempo para la siesta y apenas uno que otro escándalo menudo alteraba la monotonía del ambiente. Los artistas de la tierra cimentaban futuros y atisbaban, si acaso, el arte universal, representado en láminas. Abandonaba, pues, Fernando Botero, al Medellín de 1951, para convertirse en uno de los mas reconocidos artistas del mundo, poseedor de una expresión que mantenía intactas sus raíces atávicas, hundidas para siempre en su alma de creador, y que le imprimen a su obra una veta inagotable, que hace de lo provinciano un tema universal.

Nace un anhelo

De la misma manera como aparecen sus esculturas monumentales, que a partir del apunte toman cuerpo en dócil cerámica y luego son materia colosal. abrasada en el horno y cargada de brillas y de formas, nació la idea de una donación que fue, al principio, noble sentimiento, luego empeño generoso y después esperanzadora realidad.

En el origen de este hermoso itinerario, subyace ese apego de Fernando Botero a su tierra, como nostalgia e inspiración, como indestructible cordón umbilical. En la cumbre de un éxito personal que nunca ha llegado a estropear el espíritu sencillo y descomplicado del artista, comenzó a gestarse la Donación Botero.. El 12 de julio de 1974, el recinto de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín estaba colmado de asistentes, entre quienes se destacaban el Maestro Pedro Nel Gómez, la crítica de arte Marta Traba y varios artistas intelectuales de la época. Se inauguraba una Sala de Arte con una muestra fragmentada de la obra de Fernando Botero, quien se dirigía al público a través del, micrófono.

En ese momento alzó la voz Teresa Santamaría de González, una mujer intelectual y culturalmente adelantada a su tiempo, y que había rescatado el Museo de Antioquía del desván en el que agonizaba, y le preguntó a Botero si podría venderle al Museo una obra pagadera por cuotas, de la misma manera como los almacenes de telas del centro de la ciudad lo hacían con sus clientes. Y agregó con mucha gracia: “O mejor por club,a ver si nos lo ganamos”. La propuesta originó risas entre los asistentes y una respuesta inmediata y generosa de Fernando Botero.

Allí comenzó a concebirse una donación de obras que, 23 años después, permitiría nombrar a Medellín como la Ciudad de Botero y señalaría a Colombia como la cuna de uno de los grandes maestros del arte contemporáneo.

Fue así como llegó a Medellín un guacal, el primero, que contenía “La Plegaria”, un óleo cargado de humor e ironía y con el cual Botero participó en la Bienal de Arte de Coltejer, en 1970. En un extremo del lienzo se ve al artista arrodillado en una devota acción de súplica frente a la imagen de la Virgen, a quien le pide el milagro de un premio; su figura está envuelta en simbólicas culebras, y al otro extremo del cuadro, se ve un cartel a modo de ex voto, que agradece por anticipado el favor recibido. Con la llegada de la obra, Botero dijo una frase que habría de convertirse en estribillo a lo largo de esta historia: “...Si remodelan el Museo, si lo amplían, estoy dispuesto a regalar más obras a mi ciudad”.

La primera Sala

Ese mismo año y a raíz de la condecoración que el Gobierno Venezolano le impuso a Botero, con ocasión de una retrospectiva de su obra, el periodista Darío Arizmendi, por aquella época Jefe de Redacción del periódico El Colombiano de Medellín, sostuvo una charla con el artista, quien estimó en unas quinientas las obras ejecutadas por él hasta entonces, no todas adquiridas, ya que había decidido guardar quince de ellas en una caja fuerte en Nueva York, para su propia colección. “...o para...” agregó con ademán de soñador; dos palabras que se perdieron en el aire, cortadas por su propia risa nerviosa.

El periodista, inquisitivo, logró llevarlo otra vez del pensamiento: a las palabras y Botero hablo entonces de regalar esas obras a su ciudad. Aquello era apenas una idea, o como él mismo aclaró, “pensamientos que se le pasan a uno por la cabeza”. Después de inaugurada la retrospectiva en Caracas, dijo que no lo amargaba el hecho de ser condecorado por un país extranjero antes que por el suyo y que le gustaría llevar la exposición a Medellín, su ciudad natal, donde, paradójicamente, no se le conocía de verdad. Una frase expresó la generosidad de su propuesta: “No cobro nada y ningún cuadro esta para la venta”. La frase se convirtió primero en reto y luego en convocatoria. Se creó en Medellín un movimiento encabezado por Teresa Santamaría de González y Teresa Peña de Arango, Presidenta de la Junta y Directora del Museo, respectivamente, mientras Jorge Molina Moreno, por entonces presidente de la Compañía Suramericana de Seguros, creaba un fondo de contribuciones para financiar la traída de la muestra a Medellín. Sin embargo, otro futuro tuvieron aquellas palabras.

Lo que comenzó como la organización de una exposición, se transformó, gracias a la insistente promesa, en donación. Botero declaró que si el Museo de Antioquía fuera remodelado y ampliado y si una de sus salas fuese bautizada con el nombre de su hijo Pedrito, muerto trágicamente, estaría dispuesto a donar a Medellín algunas de las quince obras que tenían para él, no sólo un valor artístico, sino sentimental. Así pues, la idea que el mismo Botero había considerado como “algo alocada”, se convirtió en realidad , y e1 1de agosto de 1976, el artista vino a Medellín a confirmar la donación de quince de sus obras más representativas, que quedarían en aquella sala y guardarían, para siempre, la memoria de Pedrito

. La directora del Museo asumió aquello como una orden manifiesta y de inmediato convocó al Alcalde de la ciudad, Víctor Cárdenas Jaramillo, quien aceptó el desafío de remodelar el Museo, mediante una asignación inicial de tres millones de pesos.

La firma Arquitectos S.A. donó los diseños y Bernal Llano Arquitectos se encargó de la construcción, sin ningún cobro por concepto de honorarios.  Para conseguir el valor de lo presupuestado, los directivos de la institución pensaron en todas las posibilidades, hasta en hipotecar el Museo al Banco Industrial Colombiano, propuesta que confundió tanto a la Junta del Banco, que optaron más bien por una donación en efectivo de trescientos mil pesos.

Crece la Donación

El 23 de septiembre de 1976 llegó el primer envío de pinturas, como culminación de una verdadera odisea en la que nada fue fácil, ya que implicó desde negociar con el Estado, los absurdos aranceles exigidos nada menos que a un patrimonio artístico, de beneficio para la comunidad, hasta la lucha para evitar que los guacales permanecieran en un patio, a la intemperie.

La empresa Avianca se hizo cargo del valor del flete, valorado en 23 mil pesos, y un grupo de compañías asumió el seguro de transporte. El valor de las obras se estimó en diez millones de pesos. Durante varios días, el propio Botero se enclaustró en su sala para colgar personalmente las obras, en largas jornadas de trabajo, que interrumpía brevemente para comer algo sencillo, que le traían de algún café vecino.

Quienes estuvieron a su lado, recuerdan que al anochecer bebía ron para mitigar la fatiga del día. El 16 de septiembre de 1977, el Museo de Arte de Medellín Francisco Antonio Zea, fue reinaugurado con nuevas salas y auditorio. El costo total de la remodelación fue de seis millones de pesos, de los cuales el Municipio aportó tres y medio y la empresa privada el resto.  Y otra vez cobró vigencia el “estribillo”, pues al final del último logro, quedaba en el aire aquella frase insistente que ofrecía la llegada de más obras, condicionada a la ampliación de los espacios, proyecto orientado hacia la expansión de la segunda planta y compra de los inmuebles vecinos, idea que, más que proyecto, fue un sueño que nunca se realizó. Durante la inauguración, Botero volvió a fantasear en voz alta cuando dijo que estaría dispuesto a donar una sala de sus esculturas, siempre y cuando al Museo le cambiaran el nombre por el de Antioquía. “Sería más sonoro, estimularía a la raza antioqueña, sería más universal y cobijaría todas las actividades y manifestaciones artísticas del Departamento”.

Como reacción típica en un país de leyes, la propuesta no tardó en desatar una encendida polémica que se prolongó durante años y que involucró a políticos, gobernantes, editorialistas, columnistas, intelectuales y ciudadanos comunes; hasta Germán Zea Hernández, entonces Ministro de Gobierno, se convirtió en encarnizad opositor.

Los amigos del apellido Zea se enfrentaron a los amigos del arte. El debate se convirtió en asunto de Estado; nunca antes se había hablado tanto del Museo, como en aquella ocasión, ni aun en las continuas crisis que lo ponían al borde del cierre por la indiferencia de gobernantes y ciudadanos. Resultaba irónico que en su afán de oponerse al cambio de nombre, los detractores que decían defender la memoria del prócer Francisco Antonio Zea, ignoraban el hecho de que la casa donde él nació, se caía a pedazos, solitaria y abandonada, a escasos metros del Museo.

Quienes se afanaban por abrir el Museo al mundo del arte, insistían en el cambio de nombre. Si la última sentencia se inclinaba por el apellido del prócer, Antioquía perdería las esculturas y Bogotá ganaría la posibilidad de un Museo Botero. “Todo depende de la sala que se construya en el Museo de Antioquía. Si hay espacio suficiente, las veinte esculturas no tardarán en llegar”.

De polémica a Sala de Esculturas

Mientras tanto, el 15 de noviembre de 1977, Botero mostró sus esculturas por primera vez en el Grand Palais de París, lo que significaba comenzar en el lugar en donde terminan los escultores consagrados. La singular noticia aumentó el interés de muchos y se pensó, entonces, que ahora con mayor razón había que complementar la Sala Pedrito Botero, con una sala de esculturas.

Pero la promesa de donación no fue suficiente para obrar el milagro. Vinieron siete años de polémicas, registradas en un voluminoso archivo de prensa que da cuenta de la miopía de algunos y de la visión de otros.

Para entonces María Eugenia Villa era la Directora del Museo y, en consecuencia, la encargada de dar la contienda. Luego tomó el mando Lucía Montoya, a quien le tocó culminar el proceso. Hoy resulta mucho más fácil para el cronista someter los sucesos de aquellos años a la estrechez de unos pocos párrafos, que para los protagonistas lograr semejante victoria, con lo cual estaban construyendo las bases para el renacimiento de un gran Museo.

El 30 de agosto de 1984, un poco más de un siglo después de haber sido fundada, se reabrió la institución con el nombre de Museo de Antioquía, gracias al uso de plenas facultades de la Junta Directiva y una determinación tomada contra todos los vientos; no obstante la decisión fue demandada ante el Consejo de Estado, el fallo en favor del Museo dio paso a su extraordinaria transformación.

La remodelación tuvo un costo de veinte millones de pesos y fue la Cooperativa de Habitaciones, amparada en un decreto basado en aportes para las artes, la que donó los diseños y se encargó de las obras civiles.

La noche de la inauguración de la nueva sala, Botero dijo: “Mi intención con el cambio de nombre era conmover a los antioqueños con el espíritu regional. Creo que el nombre es la base del éxito de algo. Por ahora, lo más importante son los planes para ampliar el Museo...” Vuelve la frase promesa a quedarse en el ambiente durante los siguientes doce años.

Quedó manifiesto el anhelo repetido verbalmente, una y otra vez, por el Maestro Botero, en su generosa intención de dejar lo más representativo de su acervo, más que al Museo de Antioquía, a su tierra y a su gente.

Voluntad política

En 1997, las directivas del Museo hicieron una valiente reflexión frente al papel de la entidad, máxime cuando se acercaba un nuevo siglo y se vivía uno de los momentos más difíciles de nuestra historia regional y nacional.

Para entonces sólo se contaba con 1.150 metros cuadrados de área de exposición, con capacidad para exhibir un 10% de las colecciones, mientras disminuía el número de visitantes, cuya cifra, en 1996, fue de 33.000 personas, equivalente a un 0.6% de la población de Antioquía y a un 0.3% de los estudiantes de la región.

Los recursos humanos, técnicos y económicos eran insuficientes, fuera de que mediante la Constitución Política de 1991, habían sido suprimidos los auxilios, y el Museo no contaba con suficientes rentas estables que aseguraran su sostenimiento.

La institución no sólo afrontaba un déficit financiero, sino que no contaba con el presupuesto para continuar operando. El hecho de que la entidad, anclada en el pasado, era insuficiente para una ciudad y un departamento que crecían desmesuradamente, la obligaban a cambiar de manera integral, ampliando sus espacios y garantizando los recursos para el cumplimiento de su misión.

La determinación se le comunicó al Maestro Botero con la intención de concretar su vieja y reiterada promesa. De inmediato Botero se comprometió con la donación de tres nuevas salas, y un millón de dólares para ayudar en la construcción o remodelación de una nueva sede. Tampoco dudó cuando se le pidió que dejara escrita su promesa. Una carta a mano alzada llegó por fax en cinco minutos. Mayo 23 de 1997 Gobernador Álvaro Uribe Vélez Alcalde Sergio Naranjo Directora del Museo Pilar Velilla a continuación de mi charla telefónica con Pílar Velílla, quiero decir mis ideas relacionadas con el posible nuevo Museo de Antioquía, porque Medellín necesita un gran museo que sea un atractivo acceso, campestre, seguro, donde los jardines sean un atractivo más junto al arte.’

Un lugar de reposo y contemplación. Si el Municipio o la Gobernación donaran un lote realmente importante en tamaño y en ubicación, se podría construir un museo sobre los planos ganadores de un concurso arquitectónico.

Si este proyecto se inicia con el deseo de hacer algo realmente grande, como lo merece la ciudad, yo estaría dispuesto a hacer una donación de una nueva sala de pintura, otra de escultura y una de dibujo y contribuiría con un millón de dólares, al presupuesto de la construcción del edificio.

Cualquier otra idea de cómo mejorar el Museo contará también con alguna colaboración de mi parte. Atentamente, FERNANDO BOTERO De allí en adelante el tema de una nueva sede para el Museo desató una viva discusión apoyada por los medios de comunicación.

Se pensó en un gran proyecto y se estudiaron alrededor de veinte posibilidades de sede. El Gobernador Álvaro Uribe Vélez propuso varios edificios y una de sus ideas fue convertir las once cuadras de la Fábrica de Licores de Antioquía en un parque cultural; el Alcalde Sergio Naranjo se inclinó, entre otras propuestas, por el antiguo Palacio Municipal.

En medio de múltiples debates suscitados en escenarios políticos, académicos y privados, el Museo volvió a estar en boca de todos, como indicio prometedor de su renacimiento. Corría el último semestre de los gobiernos departamental y municipal, época poco propicia para iniciar grandes proyectos, máxime cuando ya se estaba en pleno debate de campañas políticas.

El tema sirvió a los candidatos para el discurso demagógico, el ataque gratuito o el compromiso real. Juan Gómez Martínez, quien buscaba por segunda vez la Alcaldía de Medellín; incluyó el cambio de sede del Museo en su programa electoral. El 1ro. de enero de 1998 se posesionó como Alcalde de Medellín y, desde las primeras semanas de su gobierno, se comenzó a estudiar el proyecto.

Zoraida Gaviria, Directora de Planeación, cumplió con el deseo del Alcalde de convertir el cambio de sede del Museo en un revitalizador del centro de Medellín, como uno de los empeños de su plan de desarrollo de la ciudad.

Después de seis meses de conversaciones y propuestas, aún no se llegaba a una decisión y fue entonces cuando el Alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, propuso a Botero construir un museo destinado exclusivamente para sus obras. El artista, agradecido, decidió entregarle a esa ciudad, en cabeza del Banco de la República, 190 obras suyas y de artistas internacionales que componían su colección privada. La noticia levantó revuelo y fueron muchos los que llegaron a pensar que Botero le quitaría a Medellín su donación, cosa que jamás ocurrió, pues el artista se sostuvo en su promesa y, contrario a lo que se pensó, aumentó en varias ocasiones el número de obras. En ese momento el Alcalde Gómez Martínez tomó la determinación de comprar el antiguo Palacio Municipal y el parqueadero a las Empresas Públicas de Medellín, entidad que apoyó y facilitó el proceso, al disponer de inmediato la venta del edificio y la evacuación del 60% de su capacidad, para dar paso a la histórica renovación arquitectónica.

Paralelamente se iniciaron procesos de compra y demolición de los inmuebles vecinos, para la construcción de la Plaza Botero, un espacio de 7.000 metros cuadrados, y ubicar en él 14 esculturas monumentales de Fernando Botero.

La idea general tomó su nombre técnico: “Proyecto de intervención urbana de la zona de la Veracruz y reubicación del Museo de Antioquía”, con el arquitecto Tulio Gómez Tapias como gerente y la Promotora Inmobiliaria de Medellín, como entidad encargada de la negociación de los inmuebles, de la renovación arquitectónica del Museo y de la construcción de la Plaza.

Comenzó un histórico momento para la ciudad. El Alcalde y sus funcionarios no ahorraron esfuerzo para culminar un proceso que planteó varias dificultades desde muy diversos ángulos. Buena parte de los ciudadanos miraron, entre emocionados y perplejos, la desaparición de antiguas edificaciones, situación que coincidió con el arribo de los guacales con su maravilloso contenido de obras de arte.

Dos enemigos: la ignorancia de un lado, y el límite de tiempo del otro, parecían conspirar cada uno a su manera, el primero impidiendo la comprensión cabal de los objetivos sociales del proyecto, y el segundo obligando a comprimir un programa de estas dimensiones, en escasos e insuficientes 18 meses. Al mismo tiempo, la empresa privada hizo suya.la renovación del Museo. Bancolombia lanzó una campaña de educación. colectiva frente al Museo, como presencia real, mientras una cantidad de empresas precedidas por Suramericana de Seguros y Avianca, hicieron posible la llegada de la donación a Colombia, y otras más adoptaron espacios y salas, completando así el presupuesto necesario para su amoblamiento.

Esta es la breve historia de cómo revivió un museo en medio de una ciudad aporreada por la violencia irracional. La zona a su alrededor floreció, y construcciones ruinosas cedieron su lugar a una plaza poblada de esculturas.

El Museo creció para llenar sus nuevos espacios de niños fascinados ante su propia y desconocida historia, y de adultos que habrán de descubrir un mundo de sensaciones que hasta ahora les han sido negadas.

Fernando Botero ha seguido con devoción cada paso de este itinerario, interviniendo en los diseños, orientando la museografía, disfrutando con un goce casi infantil cada uno de los avances. “Estoy tan contento que les voy a quedar debiendo”, dijo el día en que el pueblo antioqueño le expresó su cariño y su gratitud limpia y espontánea.  Era el mismo joven que un día de 1951 salió de su casa, llevando la ciudad en su corazón.

Lo que no imaginaba entonces era que un día regresaría, cubierto de gloria, a dejarle este legado que la enaltece y la dignifica. En algún lugar del universo, Flora Angulo sabe que no le falló su intuición materna.

Esculturas
Rapto de Europa
Mujer con espejo - Paseo de Recoletos - Madrid
La Mano - Paseo La Castellana - Madrid
Hombre a Caballo - Jerusalen
Pájaro - Singapur
Perro - Colombia
Pájaro - Colombia
La Dama
Gato
El Romano
Cabeza
Caballo
Busto
Fernando Botero
Retrato de Velásquez
Paisaje
El Patio
Cascadas
Jugadores de Cartas
Cama
Bailando en Colombia
Esta serie la pintó para la revista Vogue
sobre la moda
con creaciones de famosos 
diseñadores
Chanel
Christian Dior
Emanuel Ungaro
Gres
Hubert de Givenchy
Jean-Luis Scherrer
Nina Ricci
Pierre Cardin
Valentino
Yves Saint Laurent
Protesta por las Torturas a Prisioneros
en el campamento Abu Ghraib
en Iraq
David Manzur
Nació en Neira, Caldas en 1929
 
Estudios
Realiza Estudios en la Escuela de Bellas Artes, Bogotá. En el Art Student’s League y en el Instituto Pratt, New York.
Premios
1961 Premio Guggenheim, New York.
1962 “XI Premio Fundación Guggenheim”, New York.
1964 Beca de Estudios en el Pratt Graphic Art Center, otorgada por la OEA, New York.
Premio “I Salón de Artistas Jóvenes”, Museo de Arte Moderno, Bogota.
1970 Premio Gobernación de Antioquia, II Bienal de Coltejer, Medellín.
1997 Artista Seleccionado para el Calendario Propal
Exposiciones Individuales
1953 Primera Exposición.
Museo Nacional, Bogotá.
1954 Biblioteca Nacional, Bogotá.
1957 Biblioteca Nacional, Bogotá.
1959 Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
1960 Museo de Arte Moderno La Tertulia, Cali.
1961 Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
1962 Galería El Obelisco, Washington.
Galería Royal Atenea II, New York.
1966 Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
1967 Museo de Arte Moderno La Tertulia, Cali.
1968 Galería Belarca, Bogotá.
1970 Museo de Arte Moderno La Tertulia, Cali.
1972 “Tres Años en la Obra de David Manzur”
Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
Galería Escala, Bogotá.
1974 Galería el Callejón, Bogotá.
1975 Galería Royal Athenea, New York.
1976 Galería Escala, Bogotá.
1978 Galería Belarca, Bogotá.
1981 Galería Iriarte, Bogotá.
Galería Forma, Miami.
1982 FIAC, Paris.
Galería Quintana, Bogotá.
1986 Salón Permanente, Museo Nacional, Bogotá.
Galería Alfred Wild, Bogotá.
1987 Galería Autopista, Medellín.
Galería Fernando Quintana, Bogotá.
Galería Belarca, Bogotá.
Galería Iber Arte, Bogotá.
Manzur Calendario Propal 1987
1988 Galería Alfred Wild, Bogotá.
1989 Galería el Museo, Bogotá.
1992 Museo de Arte Moderno, Bogotá.
Galería Duque Arango, Medellín.
1994 Galería Alfred Wild, Bogotá.
Fundación FES, Cali.
1994 “San Jorge y el dragón”.
Centro cultural FES, Cali.
2001 “UN PEZ EN MI ESTANCIA”.
Museo de arte moderno, Bogotá.
2004 “MANZUR”, Galería Mundo, Bogotá.
Exposiciones Colectivas
1957 Biblioteca Nacional, Bogotá.
1958 Biblioteca Nacional, Bogotá.
“XI Salón Anual de Artistas Colombianos”, Museo Nacional, Bogotá.
1959 ”XII Salón Anual de Artistas Colombianos”, Museo Nacional, Bogotá.
1960 ”XI Bienal Interamericana de México”, México. 
“Salón de Arte Contemporáneo”, Museo Zea, Medellín.
“Ocho Artistas Modernos”, Galería el Callejón, Bogotá.
1961 ”Unión Panamericana”, Washington.
“XIII Salón Anual de Artistas Colombianos”
Feria Exposición Internacional, Bogotá.
1962 ”Siete Pintores Colombianos Contemporáneos”, Galería Arte Moderno, Bogotá.
1963 ”Exposición Arte de América y de España”. Madrid.
1964 ”VI Bienal de Sao Paulo”, Brasil.
“I Bienal de Arte de Córdoba”, Argentina.
“Salón de Arte Americano”, Galería Bonino, New York
“Primer Grupo de Americanos Contemporáneos”, Sala Pepsi Cola, New York.
Galería Green Rose, New York.
1965 Bienal de Lima, Perú.
Art Institute of Chicago, Chicago.
1966 ”Pintura Colombiana de Hoy”, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.
1971 ”Diez Años de Arte Colombiano”, Museo La Tertulia, Cali.
1974 ”Exposición Constructiva de Pintores Latinoamericanos”, Washington.
1975 ”Exposición de Tres Pintores: Obregón, Grau y Manzur”
Centro Colombo Americano, Bogotá.
1977 ”Plástica Colombiana del Siglo XX”, Casa de las Américas, La Habana.
1978 ”Pintores Latinoamericanos”, Galería Noble Polans, New York.
“Exposición de Artistas Colombianos”, Galería de Armas, Miami.
1984 ”Colombia Medio Siglo Pintura y Escultura”, México.
1985 ”Pintado en Colombia”, Sala de Exposiciones del Banco Exterior, Madrid.
“Visión de Colombia”, Fundación Santillana del Mar, España.
1985-86 ”Cien Años de Arte Colombiano”, Museo de Arte Moderno, Bogotá.
Palacio Imperial, Río de Janeiro
Centro Cultural Sao Paulo
Centro Latinoamericano, Roma
Salón Cultural de Avianca, Barranquilla.
1986 ”Colección Permanente”, Museo Bolívar, Santa Marta.
1990 ”Oro Colombiano: Gran Exhibición”, Museo de Arte Fudji, Tokio.
1991 ”Colectiva BID”, Museo Nagoya, Japón.
1991-93 ART Miami, Feria de Arte. Galería Alfred Wild, Bogotá.
1992-93 ARTFI, Feria Internacional de Arte de Bogota, Galería Alfred Wild. Bogotá.
2001 ”Homenaje a New York”, Galería La cometa, Bogotá.
2001 ”La bandera”, Galería La cometa, Bogotá.
2002 CATALOGO DE SUBASTAS CRISTIE´S
New York, Bogotá, abril 30 de 2002 Arborizarte, 
Proyecto Fundación Corazón Verde.
2004 ”Símbolos patrios”, Galería La cometa, Bogotá.
2004 ”Matador”, Galeria La cometa, Bogotá.
2004 CATALOGO DE SUBASTAS CRISTIE´S
New York, Bogotá, Noviembre 25 de 2004 Animarte, 
Proyecto Fundación Corazón Verde
Junto a Fernando Botero, Obregon y David Manzur,  Enrique Grau forma parte de ese manantial abundante de imágenes desde donde fluye y se nutre la pintura colombiana de hoy. 
De un dibujo refinado y preciso y de una aguda percepción sicológica, la pintura de Enrique Grau se sostiene sobre bases muy sólidas. Y entre ellas cabe mencionar su comprensión de la anatomía, de las sutilezas del claroscuro, su vitalidad luminosa y su hábil manejo del contraste cromático. Así lo europeo se funde con lo americano y el sabor local permea las imágenes con donosura y gracia, pero también con destreza y fuerza.
En Enrique Grau, el arte de pintar cobra sentido, al traspasar los exigentes requerimientos de la academia y llegar mucho más lejos hasta del manejo de la anatomía, y la expresión plástica, para adentrarnos en escenas de gran verismo que no están exentas ni de humor ni de poesía. 
Pero las escenas de Grau ocurren como en un teatro sagrado, de manera ritual, como si se tratara de una dantesca divina comedia o de un dramático cuadro de Balzac o de Moliere, donde es posible descubrir los perfiles inacabados e inquietantes de la conspicua existencia humana.
Hoy día se ha experimentado tanto que lo escandaloso, creo yo, es volver a la academia. Pero en realidad esta apertura tan enorme hace que el artista tenga unos campos mucho más grandes, y ya que perdió la capacidad de impresionar a través del escándalo, debe impresionar por la capacidad de su talento. Enrique Grau  (1920-2004) De una entrevista con Enrique Córdoba
San Jorge
Naturaleza Muerta
Transverberaciones
Dánilo Dávila
Mi trabajo ha venido fluctuando dependiendo de mi propia experiencia, desde los paisajes y bodegones que pintaba en mis inicios hasta un tipo de trabajo más subjetivo y personalizado, donde lo importante es una representación interior de lo creo debe ser el arte pintado para mi en el momento".
Su obra nos adentra en los lineamientos conceptuales de la figura, la forma, el claro oscuro y el cromatismo representado por varias manifestaciones, explorando las sensaciones provocadas por la contemplación artística.
Estudioso de la figura humana, el paisajismo, el bodegón y las diferentes expresiones, nos propone un recorrido por la historia, por el renacimiento, explorando el Romanticismo, escudriñando en el impresionismo y finalmente sondeando dentro de las expresiones surrealistas, para traernos al modernismo inédito, todo un movimiento enmarcado con elementos iconográficos para hacerlos asequibles al público y mostrarlos desde su propia perspectiva.
Danilo Dávila, como personaliza sus obras, nos transporta por un mundo de color, forma, sonidos y trazos dinámicos y estructurados, organizados y finalmente compuestos para el deleite visual.
Danilo Dávila
Santa Marta - Colombia
danilodavila_06@yahoo.com
http://danilodavila.artelista.com/
Vieja cabaña
Tulipanes
Mompox
Iraca
Girasoles
Carlos Jacanamijoy
Baño con flores y hojas del Arco Iris
Bordear
Despertares
El estado de una cosa
Fuego
Jardín de noche
Memoria
Se vierte la luz
Verter la luz
Viento Azul
Clara Patricia Cano
Música que toca el corazón.
Hay música que toca el corazón, otra que mueve los sentidos pero existe una que llena todo mi ser, me transforma y transporta hasta donde nunca he imaginado.
Cuando eso sucede, un calor frío recorre mi piel y me estremece, embota mi cerebro y solo quiero permanecer ahí experimentando el placer que me provoca.
Abro mis ojos, veo la realidad y quiero volver a cerrarlos pero no puedo porque hay algo más fuerte que los sentidos y es la voluntad impregnada de inteligencia y conocimiento que me invita a ser mejor y a pensar en el otro que me necesita.
Clara Patricia Cano
Bogotá - Colombia
clpcano@yahoo.com
Al principio
Al ritmo del caos
El silencio
Mientras muere
Nueva
Oasis en lo urbano
Resistencia al cambio
Rompiendo para
Tierra adentro
César Augusto Bertel
Artista de Colombia, pintor, dibujante y acuarelista, nacido en Cartagena de Indias en 1957.
Estudios Realizados: 
1994 – 2004. Especializaciones y actualizaciones en Alta Gerencia, dibujo, historia del arte, figura humana, arte latinoamericano en Facultades de arte de las Universidades Unitec, EAFIT y Nacional en Bogota.
1988- 1990. Cooperativa de Artistas de Colombia COOPERARTES. Titulo: Maestría en Artes Plásticas.
1978-1985. Universidad Autónoma de Bogotá. Título: Doctor en Derecho y Ciencias Políticas - Abogado.
César Augusto Bertel
email: cesarbertel@gmail.com
www.cesarbertel.com
Eliconias
Flor
Palafítos
Río Orito
Cecilia Caballero Sanmiguel
Pintora empírica santandereana, además de retratista, trabaja la figura humana, el paisajismo rural y la naturaleza muerta entre otros. Tematicas diferentes dentro del hiperrealismo y el surrealismo figurativo. Técnica: Òleo sobre tela.
Cecilia Caballero Sanmiguel
Bucaramanga - Colombia
Teléfono: 3108789756
ceciliacaballero.sanmiguel@gmail.com
CARLOS AGUIRRE RESTREPO
Graduado como Maestro en Artes Plásticas con profundización en Grabado en la Universidad Nacional
1996 - Bogotá
Catedrático de Dibujo Artístico y Anatómico
Universidad Nacional
1996 - 2001 Bogotá
Catedrático de Dibujo Artístico e Historia del Arte.
2002 - Universidad Nueva Colombia.
Carlos Aguirre Restrepo
Teléfono: 2694728 Bogotá - Colombia.
Cel: 311 2957977 
email:aguirrerca@hotmail.com
aguirre@colombia.com
Sueño America
Sueño
Proximidad
Historia
Cobija
Cobija
Antonio Aillon
Artista Plástico 
Seudónimo: Tito Aillón Tovar
Lugar y fecha de nacimiento: Santa Marta (Magdalena) 10 / 12 / 1966.
Antonio Rafael Aillón
Teléfono: 227 1756
Bogotá - Colombia
titoaillon.ensambles@yahoo.com
Campo Oro
Entorno
Visitante
Alejandro Pinzón
Granizo
Callejuela
Neblina
Accidente
ALEJANDRO OBREGON
Masacre del 10 de Abril
La Condora
Jardín Barroco
Estudiante muerto (El Velorio)
Caballito de Bronce
ALBA BAUTISTA GONZALEZ
Alba Bautista, pintora paisajista colombiana, cuya firma artistica es abautista maneja con maestria la sutileza y el encanto de los tonos sepia. Es natural de Bucaramanga, Santander, Colombia, pero actualmente reside en Bogota.
Alba Bautista es una pintora artistica, conocida en el ambiente pictorico como abautista nacida en Bucaramanga, Santander, Colombia. Actualmente tiene su Taller de Arte en la ciudad de Bogota. Su vida artistica se inició en la fotografia y posteriormente se dedicó a la pintura, especialmente al paisaje. Su obra se caracteriza porque la artista plastica ha sabido manejar con gran maestría el encanto y la sutileza de los tonos sepia.
Su primera exposición individual la hizo en 1994 en la Galeria Arte Humanos de Bogotá. Su obra se exhibe actualmente en las mejores Galerias de Arte de Colombia.
LITERATURA
RESEÑA BIOGRAFIA Y BUEN VIAJE, SEÑOR PRESIDENTE
DE DOCE CUENTOS PEREGRINOS.
GABRIEL GARCIA MARQUEZ   Nació en Aracataca en 1928, en el hogar de Gabriel Eligio García, telegrafista y de Luisa Santiaga Márquez Iguarán. Siendo muy niño fue dejado al cuidado de sus abuelos maternos, el Coronel Nicolás Márquez Iguarán -su ídolo de toda la vida- y Tranquilina Iguarán Cortés. En 1936, cuando murió su abuelo, fue enviado a estudiar a Barranquilla. En 1940, viajó a Zipaquirá, donde fue becado para estudiar bachillerato. En 1946 terminó el bachillerato. Al año siguiente se matriculó en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional y editó en diario "El Espectador" su cuento, "La primera designación". En 1950, escribió una columna en el periódico "El Heraldo" de Barranquilla, bajo el seudónimo de Séptimus y en 1952, publicó el capítulo inicial de "La Hojarasca", -su primera novela en ese diario- en el que colaboró desde 1956. En 1958, se casó con Mercedes Barcha. Tienen dos hijos, Rodrigo y Gonzalo. El 11 de diciembre de 1982, después de que por votación unánime de los 18 miembros de la Academia Sueca, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Algunas de sus obras son La Hojarasca, El Coronel no Tiene Quien le Escriba, Los Funerales de Mamá Grande, Cien Años de Soledad, El Otoño del Patriarca, Crónica de una Muerte Anunciada, y otras más. BUEN VIAJE, SEÑOR PRESIDENTE ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo. Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología. La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras. —Su dolor está aquí —le dijo. Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó durante tamo tiempo», dijo. «Pero ahora sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó: —Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí. Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre. —No podríamos decirlo con certeza —le dijo. Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran grandes, y más aún los de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos guerras esos temores eran cosas del pasado. —Vayase tranquilo —concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no olvide que cuanto antes será mejor.  No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.  —Esas flores no son de Dios, señor —le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento. Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado. —Tráigame también un café —ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto. Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para que el sedimento del café, después de tantos años, tuviera tiempo de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la página con un gesto casual, miró por encima de los lentes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar con la suya. Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nunca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio. Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes descifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí estaba la incertidumbre. Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flores despedazadas por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pararse en seco para no tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos. —Señor presidente —murmuró. —Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones —dijo el presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta. —Nadie lo sabe mejor que yo —dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que le cayó encima—. Trabajo en el hospital. La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo. —No me dirá que es médico —le dijo el presidente. —Qué más quisiera yo, señor —dijo el hombre—. Soy chofer de ambulancia. —Lo siento —dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro. —No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real: —¿De dónde es usted? —Del Caribe. —De eso ya me di cuenta —dijo el presidente—. ¿Pero de qué país? —Del mismo que usted, señor, —dijo el hombre, y le tendió la mano—: Mi nombre es Homero Rey. El presidente lo interrumpió sorprendido, sin soltarle la mano. —Caray —le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó. —Y es más todavía —dijo—: Homero Rey de la Casa. Una cuchillada invernal los sorprendió indefensos en mitad de la calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría caminar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer. —¿Ya almorzó? —le preguntó a Homero. —Nunca almuerzo —dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi casa. —Haga una excepción por hoy —le dijo él con todos sus encantos a flor de piel—. Lo invito a almorzar. Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restaurante de enfrente, con el nombre dorado en la marquesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era estrecho y cálido, y no parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir ayuda. —¿Es presidente en ejercicio? —le preguntó el patrón. —No —dijo Homero—. Derrocado. El patrón soltó una sonrisa de aprobación. —Para esos —dijo—tengo siempre una mesa especial. Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían charlar a gusto. El presidente se lo agradeció. —No todos reconocen como usted la dignidad del exilio —dijo. La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica», murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada traviesa, y cambió de tono. —En realidad, tengo prohibido todo. —También tiene prohibido el café, —dijo Homero—, y sin embargo lo toma. —¿Se dio cuenta? —dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una excepción en un día excepcional. La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más aderezos que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media garrafa de vino tinto. Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una foto descolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, reconoció la fecha ingrata. «¡Qué barbaridad!», murmuró. «Siempre he dicho que uno envejece más rápido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto con el gesto de un acto final. —Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace miles de años en la gallera de San Cristóbal de las Casas. —Es mi pueblo —dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste soy yo. El presidente lo reconoció. —¡Era una criatura! —Casi —dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como dirigente de las brigadas universitarias. El presidente se anticipó al reproche. —Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en usted —dijo. —Al contrario, era muy gentil con nosotros —dijo Homero—. Pero éramos tantos que no es posible que se acuerde. —¿Y luego? —¿Quién lo puede saber más que usted? —dijo Homero—. Después del golpe militar, lo que es un milagro es que los dos estemos aquí, listos para comernos medio buey. No muchos tuvieron la misma suerte. En ese momento les llevaron los platos. El presidente se puso la servilleta en el cuello, como un babero de niño, y no fue insensible a la callada sorpresa del invitado. «Si no hiciera esto perdería una corbata en cada comida», dijo. Antes de empezar probó la sazón de la carne, la aprobó con un gesto complacido, y volvió al tema. —Lo que no me explico —dijo—es por qué no se me había acercado antes en vez de seguirme como un sabueso. Entonces Homero le contó que lo había reconocido desde que lo vio entrar en el hospital por una puerta reservada para casos muy especiales. Era pleno verano, y él llevaba el traje completo de lino blanco de las Antillas, con zapatos combinados en blanco y negro, la margarita en el ojal, y la hermosa cabellera alborotada por el viento. Homero averiguó que estaba solo en Ginebra; sin ayuda de nadie, pues conocía de memoria la ciudad donde había terminado sus estudios de leyes. La dirección del hospital, a solicitud suya, tomó las determinaciones internas para asegurar el incógnito absoluto. Esa misma noche, Homero se concertó con su mujer para hacer contacto con él. Sin embargo, lo había seguido durante cinco semanas buscando una ocasión propicia, y quizás no habría sido capaz de saludarlo si él no lo hubiera enfrentado. —Me alegro que lo haya hecho —dijo el presidente—, aunque la verdad es que no me molesta para nada estar solo. —No es justo. —¿Por qué? —preguntó el presidente con sinceridad—. La mayor victoria de mi vida ha sido lograr que me olviden. —Nos acordamos de usted más de lo que usted se imagina—dijo Homero sin disimular su emoción—. Es una alegría verlo así, sano y joven. ——Sin embargo —dijo él sin dramatismo—, todo indica que moriré muy pronto. —Sus probabilidades de salir bien son muy altas—dijo Homero. El presidente dio un salto de sorpresa, pero no perdió la gracia. —¡Ah caray! —exclamó—. ¿Es que en la bella Suiza se abolió el sigilo médico? —En ningún hospital del mundo hay secretos para un chofer de ambulancias —dijo Homero. —Pues lo que yo sé lo he sabido hace apenas dos horas y por boca del único que debía saberlo. —En todo caso, usted no moriría en vano —dijo Homero—. Alguien lo pondrá en el lugar que le corresponde como un gran ejemplo de dignidad. El presidente fingió un asombro cómico. —Gracias por prevenirme —dijo. Comía como hacía todo: despacio y con una gran pulcritud. Mientras tanto miraba a Homero directo a los ojos, de modo que éste tenía la impresión de ver lo que él pensaba. Al cabo de una larga conversación de evocaciones nostálgicas, hizo una sonrisa maligna. —Había decidido no preocuparme por mi cadáver, —dijo—, pero ahora veo que debo tomar ciertas precauciones de novela policíaca para que nadie lo encuentre. —Será inútil —bromeó Homero a su vez—. En el hospital no hay misterios que duren más de una hora. Cuando terminaron con el café, el presidente leyó el fondo de su taza, y volvió a estremecerse: el mensaje era el mismo. Sin embargo, su expresión no se alteró. Pagó la cuenta en efectivo, pero antes verificó la suma varias veces, contó varias veces el dinero con un cuidado excesivo, y dejó una propina que sólo mereció un gruñido del mesero. —Ha sido un placer —concluyó, al despedirse de Homero—. No tengo fecha para la operación, y ni siquiera he decidido si voy a someterme o no. Pero si todo sale bien volveremos a vernos. —¿Y por qué no antes? —dijo Homero—. Lazara, mi mujer, es cocinera de ricos. Nadie prepara el arroz con camarones mejor que ella, y nos gustaría tenerlo en casa una noche de estas. —Tengo prohibidos los mariscos, pero los comeré con mucho gusto —dijo él—. Dígame cuándo. —El jueves es mi día libre —dijo Homero. —Perfecto —dijo el presidente—. El jueves a las siete de la noche estoy en su casa. Será un placer. —Yo pasaré a recogerlo —dijo Homero—. Hotelerie Dames, 14 rué de l'Industrie. Detrás de la estación. ¿Es correcto? —Correcto, —dijo el presidente, y se levantó más encantador que nunca—. Por lo visto, sabe hasta el número que calzo. —Claro, señor —dijo Homero, divertido—: cuarenta y uno. Lo que Homero Rey no le contó al presidente, pero se lo siguió contando durante años a todo el que quiso oírlo, fue que su propósito inicial no era tan inocente. Como otros choferes de ambulancia, tenía arreglos con empresas funerarias y companies de seguros para vender servicios dentro del mismo hospital, sobre todo a pacientes extranjeros de escasos recursos. Eran ganancias mínimas, y además había que repartirlas con otros empleados que se pasaban de mano en mano los informes secretos sobre los enfermos graves. Pero era un buen consuelo para un desterrado sin porvenir que subsistía a duras penas con su mujer y sus dos hijos con un sueldo ridículo. Lazara Davis, su mujer, fue más realista. Era una mulata fina de San Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, del color del caramelo en reposo y con unos ojos de perra brava que le iban muy bien a su modo de ser. Se habían conocido en los servicios de caridad del hospital, donde ella trabajaba como ayudante de todo después que un rentista de su país, que la había llevado como niñera, la dejó al garete en Ginebra. Se habían casado por el rito católico, aunque ella era princesa yoruba, y vivían en una sala y dos dormitorios en el octavo piso sin ascensor de un edificio de emigrantes africanos. Tenían una niña de nueve años, Bárbara, y un niño de siete, Lázaro, con algunos índices menores de retraso mental. Lazara Davis era inteligente y de mal carácter, pero de entrañas tiernas. Se consideraba a sí misma como una Tauro pura, y tenía una fe ciega en sus augurios astrales. Sin embargo, nunca pudo cumplir el sueño de ganarse la vida como astróloga de millonarios. En cambio, aportaba a la casa recursos ocasionales, y a veces importantes, preparando cenas para señoras ricas que se lucían con sus invitados haciéndoles creer que eran ellas las que cocinaban los excitantes platos antillanos. Homero, por su parte, era tímido de solemnidad, y no daba para más de lo poco que hacía, pero Lazara no concebía la vida sin él por la inocencia de su corazón y el calibre de su arma. Les había ido bien, pero los años venían cada vez más duros y los niños crecían. Por los tiempos en que llegó el presidente habían empezado a picotear sus ahorros de cinco años. De modo que cuando Homero Rey lo descubrió entre los enfermos incógnitos del hospital, se les fue la mano en las ilusiones. No sabían a ciencia cierta qué le iban a pedir, ni con qué derecho. En el primer momento habían pensado venderle el funeral completo, incluidos el embalsamamiento y la repatriación. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que la muerte no parecía tan inminente como al principio. El día del almuerzo estaban ya aturdidos por las dudas. La verdad es que Homero no había sido dirigente de brigadas universitarias, ni nada parecido, y la única vez que participó en la campaña electoral fue cuando tomaron la foto que habían logrado encontrar por milagro traspapelada en el ropero. Pero su fervor era cierto. Era cierto también que había tenido que huir del país por su participación en la resistencia callejera contra el golpe militar, aunque la única razón para seguir viviendo en Ginebra después de tantos años era su pobreza de espíritu. Así que una mentira de más o de menos no debía ser un obstáculo para ganarse elfavor del presidente. La primera sorpresa de ambos fue que el desterrado ilustre viviera en un hotel de cuarta categoría en el barrio triste de la Grotte, entre emigrantes asiáticos y mariposas de la noche, y que comiera solo en fondas de pobres, cuando Ginebra estaba llena de residencias dignas para políticos en desgracia. Homero lo había visto repetir día tras día los actos de aquel día. Lo había acompañado de vista, y a veces a una distancia menos que prudente, en sus paseos nocturnos por entre los muros lúgubres y los colgajos de campánulas amarillas de la ciudad vieja. Lo había visto absorto durante horas frente a la estatuía de Calvino. Había subido tras él paso a paso la escalinata de piedra, sofocado por el perfume ardiente de los jazmines, para contemplar los lentos atardeceres del verano desde la cima del Bourgle-Four. Una noche lo vio bajo la primera llovizna, sin abrigo ni paraguas, haciendo la cola con los estudiantes para un concierto de Rubmstem. «No sé cómo no le ha dado una pulmonía», le dijo después a su mujer. El sábado anterior, cuando el tiempo empezó a cambiar, lo había visto comprando un abrigo de otoño con un cuello de visones falsos, pero no en las tiendas luminosas de la rué du Rhóne, donde compraban los emires fugitivos, sino en el Mercado de las Pulgas. —¡Entonces no hay nada que hacer! —exclamó Lazara cuando Homero se lo contó—. Es un avaro de mierda, capaz de hacerse enterrar por la beneficencia en la fosa común. Nunca le sacaremos nada. —A lo mejor es pobre de verdad —dijo Homero—, después de tantos años sin empleo. —Ay, negro, una cosa es ser Piséis con ascendente Piséis y otra cosa es ser pendejo —dijo Lazara—. Todo el mundo sabe que se alzó con el oro del gobierno y que es el exiliado más rico de la Martinica. Homero, que era diez años mayor, había crecido impresionado con la noticia de que el presidente estudió en Ginebra, trabajando como obrero de la construcción. En cambio Lazara se había criado entre los escándalos de la prensa enemiga, magnificados en una casa de enemigos, donde fue niñera desde niña. Así que la noche en que Homero llegó ahogándose de júbilo porque había almorzado con el presidente, a ella no le valió el argumento de que lo había invitado a un restaurante caro. Le molestó que Homero no le hubiera pedido nada de lo mucho que habían soñado, desde becas para los niños hasta un empleo mejor en el hospital. Le pareció una confirmación de sus sospechas la decisión de que le echaran el cadáver a los buitres en vez de gastarse sus francos en un entierro digno y una repatriación gloriosa. Pero lo que rebosó el vaso fue la noticia que Homero se reservó para el final, de que había invitado al presidente a comer arroz de camarones el jueves en la noche. —No más eso nos faltaba, —gritó Lazara—que se nos muera aquí, envenenado con camarones de lata, y tengamos que enterrarlo con los ahorros de los niños. Lo que al final determinó su conducta fue el peso de su lealtad conyugal. Tuvo que pedir prestado a una vecina tres juegos de cubiertos de alpaca y una ensaladera de cristal, a otra una cafetera eléctrica, a otra un mantel bordado y una vajilla china para el café. Cambió las cortinas viejas por las nuevas, que sólo usaban en los días de fiesta, y les quitó el forro a los muebles. Pasó un día entero fregando los pisos, sacudiendo el polvo, cambiando las cosas de lugar, hasta que logró lo contrario de lo que más les hubiera convenido, que era conmover al invitado con el decoro de la pobreza. El jueves en la noche, después que se repuso del ahogo de los ocho pisos, el presidente apareció en la puerta con el nuevo abrigo viejo y el sombrero melón de otro tiempo, y con una sola rosa para Lazara. Ella se impresionó con su hermosura viril y sus maneras de príncipe, pero más allá de todo eso lo vio como esperaba verlo: falso y rapaz. Le pareció impertinente, porque ella había cocinado con las ventanas abiertas para evitar que el vapor de los camarones impregnara la casa, y lo primero que hizo él al entrar fue aspirar a fondo, como en un éxtasis súbito, y exclamó con los ojos cerrados y los brazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestro mar!» Le pareció más tacaño que nunca por llevarle una sola rosa, robada sin duda en los jardines públicos. Le pareció insolente, por el desdén con que miró los recortes de periódicos sobre sus glorias presidenciales, y los gallardetes y banderines de la campaña, que Homero había clavado con tanto candor en la pared de la sala. Le pareció duro de corazón, porque no saludó siquiera a Bárbara y a Lázaro, que le tenían un regalo hecho por ellos, y en el curso de la cena se refirió a dos cosas que no podía soportar: los perros y los niños. Lo odió. Sin embargo, su sentido caribe de la hospitalidad se impuso sobre sus prejuicios. Se había puesto la bata africana de sus noches de fiesta y sus collares y pulseras de santería, y no hizo durante la cena un solo gesto ni dijo una palabra de sobra. Fue más que irreprochable: perfecta. La verdad era que el arroz de camarones no estaba entre las virtudes de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El presidente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando Homero se atascó sin que viniera a cuento en el callejón sin salida de la existencia de Dios. —Yo sí creo que existe —dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres humanos. Anda en cosas mucho más grandes. —Yo sólo creo en los astros —dijo Lazara, y escrutó la reacción del presidente— —¿Qué día nació usted? —Once de marzo. —Tenía que ser —dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—: ¿No serán demasiado dos Piséis en una misma mesa? Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café. Había recogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita: —No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que yo fuera presidente. Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó: —Menos mal que estoy pagando cara mi insensatez. Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba para conversar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento. El presidente les contó en la sobremesa que había escogido la isla de Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de publicar su Cahier d'un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la herencia de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alambreras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la convicción de que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus partidarios derrotados. —Pero nunca volví a abrir una carta —dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las más urgentes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito. Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó con un movimiento ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el humo en la garganta. Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos para encender otro, pero él le devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted con tanto gusto que no pude resistir la tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar el humo porque sufrió un principio de tos. —Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por completo —dijo—. Algunas veces ha logrado vencerme. Como ahora. La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró la hora en el relojito de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego escrutó el fondo de la taza: no había cambiado nada, pero esta vez no se estremeció. —Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que yo —dijo. —Sáyago,—dijo Homero. —Sáyago y otros —dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos con un oficio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la mayoría busca todavía menos: el empleo. Lazara se encrespó. —¿Usted sabe lo que dicen de usted? —le preguntó. Homero, alarmado, intervino: —Son mentiras. —Son mentiras y no lo son —dijo el presidente con una calma celestial—. Tratándose de un presidente, las peores ignominias pueden ser las dos cosas al mismo tiempo: verdad y mentira. Había vivido en la Martinica todos los días del exilio, sin más contactos con el exterior que las pocas noticias del periódico oficial, sosteniéndose con clases de español y latín en un liceo oficial y con las traducciones que a veces le encargaba Aimé Césaire. El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en la hamaca hasta el medio día, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del dormitorio. Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí. Pero cuando bajaba el calor era bueno tomar el fresco en la terraza, él con la vista fija en el mar hasta que se hundía en las tinieblas, y ella en su mecedor de mimbre, con el sombrero roto y las sortijas de fantasía en todos los dedos, viendo pasar los buques del mundo. «Ese va para Puerto Santo», decía ella. «Ese casi no puede andar con la carga de guineos de Puerto Santo», decía. Pues no le parecía posible que pasara un buque que no fuera de su tierra. Él se hacía el sordo, aunque al final ella logró olvidar mejor que él, porque se quedó sin memoria. Permanecían así hasta que terminaban los crepúsculos fragorosos, y tenían que refugiarse en la casa derrotados por los zancudos. Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la terraza, el presidente dio un salto de asombro. —¡Ah, caray! —dijo—. ¡He muerto en Estoril! Su esposa, levitando en el sopor, se espantó con la noticia. Eran seis líneas en la página quinta del periódico que se imprimía a la vuelta de la esquina, en el cual se publicaban sus traducciones ocasionales, y cuyo director pasaba a visitarlo de vez en cuando. Y ahora decía que había muerto en Estoril de Lisboa, balneario y guarida de la decadencia europea, donde nunca había estado, y tal vez el único lugar del mundo donde no hubiera querido morir. La esposa murió de veras un año después, atormentada por el último recuerdo que le quedaba para aquel instante: el del único hijo, que había participado en el derrocamiento de su padre, y fue fusilado más tarde por sus propios cómplices. El presidente suspiró. «Así somos, y nada podrá redimirnos», dijo. «Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos». Se enfrentó a los ojos africanos de Lazara, que lo escudriñaban sin piedad, y trató de amansarla con su labia de viejo maestro. —La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje? Lazara lo clavó en su sitio con un silencio de muerte. Pero logró sobreponerse, poco antes de la media noche, y lo despidió con un beso formal. El presidente se opuso a que Homero lo acompañara al hotel, pero no pudo impedir que lo ayudara a conseguir un taxi. De regreso a casa, Homero encontró a su mujer descompuesta, de furia. —Ese es el presidente mejor tumbado del mundo —dijo ella—. Un tremendo hijo de puta. A pesar de los esfuerzos que hizo Homero por tranquilizarla, pasaron en vela una noche terrible. Lazara reconocía que era uno de los hombres más bellos que había visto, con un poder de seducción devastadora y una virilidad de semental. «Así como está, viejo y jodido, debe ser todavía un tigre en la cama», dijo. Pero creía que esos dones de Dios los había malbaratado al servicio de la simulación. No podía soportar sus alardes de haber sido el peor presidente de su país. Ni sus ínfulas de asceta, si estaba convencida de que era dueño de la mitad de los ingenios de la Martinica. Ni la hipocresía de su desdén por el poder, si era evidente que lo daría todo por volver un minuto a la presidencia para hacerles morder el polvo a sus enemigos. —Y todo eso —concluyó—, sólo por tenernos rendidos a sus pies. —¿Qué puede ganar con eso? —dijo Homero. —Nada —dijo ella—. Lo que pasa es que la coquetería es un vicio que no se sacia con nada. Era tanta su furia, que Homero no pudo soportarla en la cama, y se fue a terminar la noche envuelto con una manta en el diván de la sala. Lazara se levantó también en la madrugada, desnuda de cuerpo entero, como solía dormir y estar en casa, y hablando consigo misma en un monólogo de una sola cuerda. En un momento borró de la memoria de la humanidad todo rastro de la cena indeseable. Devolvió al amanecer las cosas prestadas, cambió las cortinas nuevas por las viejas y puso los muebles en su lugar, hasta que la casa volvió a ser tan pobre y decente como había sido hasta la noche anterior. Por último arrancó los recortes de prensa, los retratos, los banderines y gallardetes de la campaña abominable, y tiró todo en el cajón de la basura con un grito final. —¡Al carajo! Una semana después de la cena, Homero encontró al presidente esperándolo a la salida del hospital, con la súplica de que lo acompañara a su hotel. Subieron los tres pisos empinados hasta una mansarda con una sola claraboya que daba a un cielo de ceniza, y atravesada por una cuerda con ropa puesta a secar. Había además una cama matrimonial que ocupaba la mitad del espacio, una silla simple, un aguamanil y un bidé portátil, y un ropero de pobres con el espejo nublado. El presidente notó la impresión de Homero. —Es el mismo cubil donde viví mis años de estudiante —le dijo, como excusándose—. Lo reservé desde Fort de France. Sacó de una bolsa de terciopelo y desplegó sobre la cama el saldo final de sus recursos: varias pulseras de oro con distintos adornos de piedras preciosas, un collar de perlas de tres vueltas y otros dos de oro y piedras preciosas; tres cadenas de oro con medallas de santos y un par de aretes de oro con esmeraldas, otro con diamantes y otro con rubíes; dos relicarios y un guardapelos, once sortijas con toda clase de monturas preciosas y una diadema de brillantes que pudo haber sido de una reina. Luego sacó de un estuche distinto tres pares de mancornas de plata y dos de oro con sus correspondientes pisacorbatas, y un reloj de bolsillo enchapado en oro blanco. Por último sacó de una caja de zapatos sus seis condecoraciones: dos de oro, una de plata, y el resto, chatarra pura. —Es todo lo que me queda en la vida —dijo. No tenía más alternativas que venderlo todo para completar los gastos médicos, y deseaba que Homero le hiciera el favor con el mayor sigilo. Sin embargo Homero no se sintió capaz de complacerlo mientras no tuviera las facturas en regla. El presidente le explicó que eran las prendas de su esposa heredadas de una abuela colonial que a su vez había heredado un paquete de acciones en minas de oro en Colombia. El reloj, las mancuernas y los pisacorbatas eran suyos. Las condecoraciones, por supuesto, no fueron antes de nadie. —No creo que alguien tenga facturas de cosas así —dijo. Homero fue inflexible. —En ese caso —reflexionó el presidente—, no me quedará más remedio que dar la cara. Empezó a recoger las joyas con una calma calculada. «Le ruego que me perdone, mi querido Homero, pero es que no hay peor pobreza que la de un presidente pobre», le dijo. «Hasta sobrevivir parece indigno». En ese instante, Homero lo vio con el corazón, y le rindió sus armas. Aquella noche, Lazara regresó tarde a casa. Desde la puerta vio las joyas radiantes bajo la luz mercurial del comedor, y fue como si hubiera visto un alacrán en su cama. —No seas bruto, negro —dijo, asustada—. ¿Por qué están aquí esas cosas? La explicación de Homero la inquietó todavía más. Se sentó a examinar las joyas, una por una, con una meticulosidad de orfebre. A un cierto momento suspiró: «Debe ser una fortuna». Por último se quedó mirando a Homero sin encontrar una salida para su ofuscación. —Carajo —dijo—. ¿Cómo hace uno para saber si todo lo que ese hombre dice es verdad? —¿Y por qué no? —dijo Homero—. Acabo de ver que él mismo lava su ropa, y la seca en el cuarto igual que nosotros, colgada en un alambre. —Por tacaño —dijo Lazara. —O por pobre —dijo Homero. Lazara volvió a examinar las joyas, pero ahora con menos atención, porque también ella estaba vencida. Así que la mañana siguiente se vistió con lo mejor que tenía, se aderezó con las joyas que le parecieron más caras, se puso cuantas sortijas pudo en cada dedo, hasta en el pulgar, y cuantas pulseras pudo ponerse en cada brazo, y se fue a venderlas. «A ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al salir, pavoneándose de risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio, donde sabía que se vendía y se compraba sin demasiadas preguntas, y entró aterrorizada pero pisando firme. Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y pálido, le hizo una venia teatral al besarle la mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro que el día, por los espejos y las luces intensas, y la tienda entera parecía de diamante. Lazara, sin mirar apenas al empleado por temor de que se le notara la farsa, siguió hasta el fondo. El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis XV que servían de mostradores individuales, y extendió .encima un pañuelo inmaculado. Luego se sentó frente a Lazara, y esperó. —¿En qué puedo servirle? Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes, todo lo que llevaba a la vista, y fue poniéndolos sobre el escritorio en un orden de ajedrez. Lo único que quería, dijo, era conocer su verdadero valor. El joyero se puso el monóculo en el ojo izquierdo, y empezó a examinar las alhajas con un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir el examen, preguntó: —¿De dónde es usted? ..u.,, Lazara no había previsto esa pregunta. —Ay, mi señor —suspiró—. De muy lejos. —Me lo imagino —dijo él. Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriñaba sin misericordia con sus terribles ojos de oro. El joyero le consagró una atención especial a la diadema de diamantes, y la puso aparte de las otras joyas. Lazara suspiró. —Es usted un Virgo perfecto —dijo. El joyero no interrumpió el examen. —¿Cómo lo sabe? , —Por el modo de ser —dijo Lazara. , Él no hizo ningún comentario hasta que terminó, y se dirigió a ella con la misma parsimonia del principio. —¿De dónde viene todo esto? —Herencia de una abuela —dijo Lazara con voz tensa—. Murió el año pasado en Paramáribo a los noventa y siete años. El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Pero el único valor de estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema con la punta de los dedos y la hizo brillar bajo la luz deslumbrante. —Salvo esta —dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable si no fuera por el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un cierto valor histórico. En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, los ópalos, todas, sin excepción, eran falsas. «Sin duda las originales fueron buenas», dijo el joyero, mientras recogía las prendas para devolverlas. «Pero de tanto pasar de una generación a otra se han ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas por culos de botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico. El vendedor la consoló: —Ocurre a menudo, señora. —Ya lo sé —dijo Lazara, aliviada—. Por eso quiero salir de ellas. Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella misma. Sin más vueltas sacó del bolso las mancuernas, el reloj de bolsillo, los pisacorbatas, las condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas personales del presidente, y puso todo sobre la mesa. —¿También esto? —preguntó el joyero. —Todo —dijo Lazara. Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió mancharse los dedos con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero la despidió en la puerta con la misma ceremonia del saludo. Ya de salida, sosteniendo la puerta de cristal para cederle el paso, la demoró un instante. —Y una última cosa, señora —le dijo—: soy Acuario. A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas otra vez las cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y fue poniendo sobre la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y las mancuernas y el pisacorbatas que estaba usando. Lazara le devolvió el anillo. —Esto no —le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender. El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le devolvió así mismo el reloj del chaleco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no estuvo de acuerdo pero ella lo puso en su lugar. —¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza? —Ya vendimos uno —dijo el presidente. —Si, pero no por el reloj sino por el oro. —También este es de oro —dijo el presidente. —Sí —dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no sin saber qué hora es. Tampoco le aceptó la montura de oro de los lentes, aunque él tenía otro par de carey. Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a las dudas. —Además —dijo—. Con esto alcanza. Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin consultárselo, y se la llevó para secarla y plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero conduciendo y Lazara en la parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas acababan de encenderse en la tarde malva. El viento había arrancado las últimas hojas, y los árboles parecían fósiles desplumados. Un remolcador descendía por el Ródano con un radio a todo volumen que iba dejando por las calles un reguero de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour tiens bien la, barre, le temps va passer par la, et le temps est un barbare dans le genre d'Attila, par la ou son cheval passe Vamour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en silencio embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un rato, ella pareció despertar de un largo sueño. —Carajo —dijo. —¿Qué? _El pobre viejo —dijo Lazara. ¡Qué vida de mierda! El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una sesión de cinco horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como estaban. En rigor, el único consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez días lo pasaron a un cuarto compartido con otros enfermos, y pudieron visitarlo. Era otro: desorientado y macilento, y con un cabello ralo que se le desprendía con el solo roce de la almohada. De su antigua prestancia sólo le quedaba la fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos bastones ortopédicos fue descorazonador. Lazara se quedaba a dormir a su lado para ahorrarle el gasto de una enfermera nocturna. Uno de los enfermos del cuarto pasó la primera noche gritando por el pánico de la muerte. Aquellas veladas interminables acabaron con las últimas reticencias de Lazara. A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta. Homero, administrador meticuloso de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del hospital y se lo llevó en su ambulancia con otros empleados que ayudaron a subirlo al octavo piso. Se instaló en la alcoba de los niños, a quienes nunca acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la realidad. Se empeñó en los ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a caminar con su solo bastón. Pero aun vestido con la Buena ropa de antaño estaba muy lejos de ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo que iba del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Marsella el 13 de diciembre, contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco más. A última hora el dinero no alcanzó para tanto, y Lazara quiso completarlo a escondidas de su marido con un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero también allí encontró menos de lo que suponía. Entonces Homero le confesó que lo había cogido a escondidas de ella para completar la cuenta del hospital. —Bueno —se resignó Lazara—. Digamos que era el hijo mayor. El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una fuerte tormenta de nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta de despedida en la mesa de noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de bodas para Bárbara, junto con el de la esposa muerta, que nunca trató de vender, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era domingo, algunos vecinos caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la estación de Cornavin con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin aliento, con el abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de Lazara, pero aún así permaneció en el pescante del ultimo vagón despidiéndose con el sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empanada a acelerar cuando Homero cayó en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el extremo del andén y lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo atrapara en el aire, pero cayó entre las ruedas y quedó destrozado. Fue un instante de terror. Lo último que vio Lazara fue la mano trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guardián del tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó en el vacío. Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír detrás de las lágrimas. —Dios mío —le gritó—, ese hombre no se muere con nada. Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud. No se volvió a saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de seis hojas manuscritas en la que ya era imposible reconocerlo. El dolor había vuelto, tan intenso y puntual como antes, pero él decidió no hacerle caso y dedicarse a vivir la vida como viniera. El poeta Aimé Césaire le había regalado otro bastón con incrustaciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Hacía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resultaban al revés. El día que cumplió los setenta y cinco años se había tomado unas copitas del exquisito ron de la Martinica, que le sentaron muy bien, y volvió a fumar. No se sentía mejor, por supuesto, pero tampoco peor. Sin embargo, el motivo real de la carta era comunicarles que se sentía tentado de volver a su país para ponerse al frente de un movimiento renovador, por una causa justa y una patria digna, aunque sólo fuera por la gloria mezquina de no morirse de viejo en su cama. En ese sentido, concluía la carta, el viaje a Ginebra había sido providencial. Junio 1979
Poesia Colombiana
José Eusebio Caro
HÉCTOR
Al sol naciente los lejanos muros
de la divina Troya resplandecen;
los griegos a los númenes ofrecen
sobre las aras sacrificios puros.
 
Ábrese el circo: ya sobre los duros
ejes los carros vuelan, desparecen;
y al estrépito ronco se estremecen
de la tierra los quicios mal seguros.
 
Al vencedor el premio merecido
imparte Aquiles: el Olimpo sueña
con el eco del triunfo conmovido:
 
Y Héctor, Héctor, la faz de polvo llena,
en brazos de la muerte adormecido,
yace olvidado en la sangrienta arena.
Rafael Pombo
DE NOCHE
No ya mi corazón desasosiegan
las mágicas visiones de otros días.
¡Oh Patria! ¡oh sacras musas mías!...
¡…Silencio! Unas no son, otras me niegan...
 
Los gajos del pomar ya no doblegan
para mí sus purpúreas ambrosías;
y del rumor de ajenas alegrías
sólo ecos melancólicos me llegan.
 
Dios lo hizo así. Las quejas, el reproche
son ceguedad. ¡Feliz el que consulta
oráculos más altos que su duelo!
 
Es la Vejez viajera de la noche;
y al paso que la tierra se le oculta,
ábrese amigo a su mirada el cielo.
Eduardo Carranza
EL OLVIDADO
 A Jorge GaitánDurán
Ahora tengo sed y mi amante es el agua.
Vengo de lo lejano, de unos ojos oscuros.
Ahora soy del hondo reino de los dormidos;
allí me reconozco, me encuentro con mi alma.
 
La noche a picotazos roe mi corazón,
y me bebe la sangre el sol de los dormidos;
ando muerto de sed y toco una campana
para llamar el agua delgada que me ama.
 
Yo soy el olvidado. Quiero un ramo de agua;
quiero una fresca orilla de arena enternecida,
y esperar una flor, de nombre margarita,
para callar con ella apoyada en el pecho.
 
Nadie podrá quitarme un beso, una mirada.
Ni aun la muerte podrá borrar este perfume.
Voy cubierto de sueños, y esta fosforescencia
que veis es el recuerdo del mar de los dormidos.
Jorge Gaitán Durán
SÉ QUE ESTOY VIVO
Sé que estoy vivo en este bello día
acostado contigo. Es el verano.
Acaloradas frutas en tu mano
vierten su espeso olor al mediodía.
 
Antes de aquí tendernos no existía
este mundo radiante. ¡Nunca en vano
al deseo arrancamos el humano
amor que a las estrellas desafía!
 
Hacia el azul del mar corro desnudo.
Vuelvo a ti como al sol y en ti me anudo,
nazco en el esplendor de conocerte.
 
Siento el sudor ligero de la siesta.
Bebemos vino rojo. Esta es la fiesta
en que más recordamos a la muerte.
Mario Rivero
UN HABITANTE
Este hombre no tiene nada qué hacer
sabe decir pocas palabras
lleva en sus ojos colinas
y siestas en la hierba.
Va hacia algún lugar
con un paquete bajo el brazo
en busca de alguien que le diga
"Entre Usted"
después de haber bebido el polvo
y el pito largo de los trenes
después de haber mirado en los periódicos
la lista de empleos.
No desea más que dónde descansar
uno por uno sus poros.
Hay tanta soledad a bordo de un hombre
cuando palpa sus bolsillos
o cuenta los pollos asados en los escaparates
o en la calle los caballitos
que fabrica la lluvia feliz.
Y dentro, en la tibieza
las bocas sonríen a la medianoche
algunos se besan y atesoran deseos
otros mastican chicles
y juegan con sus llaves
crecen los bosques de ídolos
y el cazador cobra su mejor pieza.
Eduardo Escobar
BUSQUÉ A DIOS...
Busqué a Dios con sinceridad y paciencia
En el directorio telefónico
En aguas mansas y turbias
Y en las precipitaciones de agua
Lo busqué en la ausencia de los que amamos
y en los desperfectos de nuestra mansedumbre
Me fui tras El por pequeñas ciudades
Busqué su fotografía cada mañana en los periódicos
Amé en la risa de las muchachas su risa
Y en la mirada de mi prójimo
Encontré muerte en todas partes
Pero buscar es lo que importa
La Sabana - Cundinamarca
La Niebla Sabanera - Ubaté - Cundinamarca
La Iglesia - Toca - Bocayá
La Florida - Manizales
La Dorada - Caldas
La Chica Paisa - Caldas
La Alcaldía - Bogotá - Cundinamarca
El Viudo - Tumaco - Nariño
El Saleciano - Tolima
El Río Magdalena - Girardot - Cundinamarca
El Retiro - Antioquia
El Puerto - El Magdalena - Girardot - Cundinamarca
El Cucuy
El Arco - Tumaco - Nariño
Cultivo del Café - Caldas
Cocora - Quindio
Cocora - Quindio
Chipaque
Cerros de Mavecure
Camino a La Dorada - Caldas
Centro de Villeta - Cundinamarca
Casa del Quindio
Casa de Gustavo Rojas Pinilla - Villa de Leyva - Boyacá
Casa de Hacienda Cafetera - Caldas
Cañon Río Juananbu - Nariño
Bagazal en Villeta - Cundinamarca
Atardecer en el Río Arauca
Atardecer en Pereira - Risaralda
Plaza de Bolivar - Armenia - Quindio
Alto de Gualanday - Tolima
Alrededores de Salento - Quindio
Afluente del Meta
Vista aérea de Pereira - Risaralda
Vista desde Monserrate - Santa Fé de Bogotá - Cundinamarca
Sesquile - Cundinamarca
Santuario de las Lajas Columbia - Ipiales
Termales de Santa Rosa - Risaralda
Uraba - Antíoquia
Villa de Leyva - Plaza Principal - Boyacá
Vista de la 100 - Bogotá - Cundinamarca

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